Por desgracia, sé bien que la comunidad cristiana de esta tierra tiene también otra fisonomía. En efecto, vuestro rostro joven, luminoso y hermoso está surcado por el dolor y la fatiga, marcado a veces por el miedo y el desaliento. Es el rostro de una Iglesia que sufre por su pueblo, es un corazón en el que palpita intensamente la vida de la gente con sus alegrías y tribulaciones. Es una Iglesia signo visible de Cristo que, aún hoy, es rechazado, condenado y despreciado en tantos crucificados del mundo, y llora nuestras mismas lágrimas. Es una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo.
Con ustedes, hermanos, veo a Jesús que sufre en la historia de este pueblo crucificado y oprimido, devastado por una violencia que no perdona, marcado por el dolor inocente, obligado a convivir con las aguas turbias de la corrupción y la injusticia que contaminan la sociedad; y que sufre la pobreza en tantos de sus hijos. Pero veo al mismo tiempo a un pueblo que no ha perdido la esperanza, que abraza con entusiasmo la fe y mira a sus Pastores, que sabe volver al Señor y confiar en sus manos, porque la paz que anhela, sofocada por la explotación, por egoísmos de grupos, por el veneno de los conflictos y las verdades manipuladas, pueda finalmente llegar como un don de lo alto.
Cabe preguntarse, ¿cómo ejercer el ministerio en esta situación? Pensando en ustedes, pastores del Pueblo santo de Dios, me vino a la mente la historia de Jeremías, un profeta llamado a vivir su misión en un momento dramático de la historia de Israel, en medio de injusticias, abominaciones y sufrimientos. Él gastó su vida para anunciar que Dios nunca abandona a su pueblo y lleva adelante proyectos de paz incluso en las situaciones que parecen perdidas e irrecuperables. Pero este anuncio consolador de fe, Jeremías lo vivió ante todo en su persona, él fue el primero en experimentar la cercanía de Dios. Sólo así pudo llevar a los demás una valiente profecía de esperanza. También vuestro ministerio episcopal vive entre estas dos dimensiones, de las que quisiera hablarles: la cercanía de Dios y la profecía para el pueblo.
Ante todo, quisiera invitarlos a que se dejen abrazar y consolar por la cercanía de Dios. La primera palabra que el Señor dirige a Jeremías es esta: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía» (Jr 1,5). Es una declaración de amor que Dios esculpe en el corazón de cada uno de nosotros, que nadie puede borrar y que, en medio de las tormentas de la vida, es una fuente de consuelo. Para nosotros, que hemos recibido la llamada a ser pastores del Pueblo de Dios, es importante estar cimentados en esta cercanía del Señor, "estructurarnos en la oración", estando horas delante de Él. Sólo así se acerca al Buen Pastor el pueblo que nos ha encomendado y sólo así nos convertiremos verdaderamente en pastores, pues nosotros, sin Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Seríamos emprendedores, empresarios. Seríamos maestros entre comillas, pero no estaríamos detrás de la vocación del Señor. Sin Él no podemos hacer nada. Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder. ¡Ese feo espíritu del carrerismo! Y, sobre todo, que no entre el espíritu de la mundanidad, que nos hace interpretar el ministerio según criterios de beneficio personal, que nos vuelven fríos y alejados de la administración de cuanto nos ha sido confiado, que nos lleva a servirnos del rol antes que a servir a los demás, y a no cuidar más esa relación indispensable, la de la oración humilde y cotidiana. No olvidemos que la mundanidad es lo peor que puede sucederle a la Iglesia, lo peor. A mí siempre me tocó el final del Cardenal de Lubac sobre la Iglesia. Las últimas tres o cuatro páginas que dicen así: La mundanidad espiritual es lo peor que puede suceder. Peor aún que la época de los papas mundanos y concubinos. Es peor. La mundanidad está al alcance de la mano. Estemos atentos.
Queridos hermanos obispos, cuidemos la cercanía con el Señor para ser sus testigos creíbles y portavoces de su amor ante el pueblo. Él quiere ungirlo a través de nosotros con el aceite de la consolación y de la esperanza. Son ustedes la voz con la que Dios quiere decir a los congoleses: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios» (Dt 7,6). El anuncio del Evangelio, la animación de la vida pastoral y la guía del pueblo no pueden resolverse con principios distantes de la realidad de la vida cotidiana, sino que deben tocar las heridas y comunicar la cercanía divina, para que las personas descubran su dignidad de hijos de Dios y aprendan a caminar con la frente en alto, sin agachar la cabeza ante las humillaciones y las opresiones. Por medio de ustedes este pueblo tiene la gracia de sentir dirigidas a él palabras similares a las que el Señor dijo a Jeremías: «Eres un pueblo bendito, antes de formarte yo ya te había pensado, conocido, amado». Si cultivamos la cercanía con Dios, nos sentimos impulsados hacia el pueblo y sentiremos siempre compasión por aquellos que nos son confiados. Esa actitud de la compasión que no es un sentimiento. Es una "padecer con". Animados y fortalecidos por el Señor, nos hacemos, a su vez, instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión. De manera que la cercanía con Dios da profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra.
Para adentrarnos en este segundo punto, la profecía para el pueblo, miremos de nuevo la experiencia de Jeremías. Después de haber recibido la Palabra amorosa y consoladora de Dios, está llamado a ser «profeta para las naciones» (Jr 1,5), enviado para llevar luz en la oscuridad, para dar testimonio en un contexto de violencia y corrupción. Y Jeremías, que devora la Palabra del Señor, pues es para él gozo y alegría del corazón (cf. Jr 15,16), confiesa que esa misma Palabra siembra en él una inquietud imposible de suprimir, y lo conduce a encontrarse con otros para que sean abrazados por la presencia de Dios. Y dice así: «Pero había en mi corazón -escribe- como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9). No podemos retener sólo para nosotros la Palabra de Dios, no podemos contener su fuerza; es un fuego, un fuego que quema nuestra apatía y enciende en nosotros el deseo de iluminar a quien está en la oscuridad. La Palabra de Dios es un fuego que quema por dentro y que nos empuja a salir. Esta es nuestra identidad episcopal: encendidos por el fuego de la Palabra de Dios, en salida hacia el Pueblo de Dios, con celo apostólico.