Por último, el tercer desafío es vencer la tentación de la superficialidad. Dado que el Pueblo de Dios espera ser alcanzado y consolado por la Palabra del Señor, se necesitan sacerdotes, religiosos, religiosas preparados, formados, apasionados por el Evangelio.
Se ha puesto un don en nuestras manos y, de nuestra parte, sería presuntuoso pensar que podemos vivir la misión a la que Dios nos ha llamado sin trabajar cada día en nosotros mismos y sin formarnos de forma adecuada, tanto en la vida espiritual como en la preparación teológica.
La gente no necesita funcionarios de lo sagrado o profesionales distantes del pueblo. Estamos obligados a entrar en el corazón del misterio cristiano, a profundizar la doctrina, a estudiar y meditar la Palabra de Dios; y al mismo tiempo a permanecer abiertos a las inquietudes de nuestro tiempo, a las preguntas cada vez más complejas de nuestra época, para poder comprender la vida y las exigencias de las personas; para entender de qué manera tomarlas de la mano y acompañarlas.
Por eso, la formación del clero no es opcional. Lo digo a los seminaristas, pero vale para todos: la formación es un camino que debe continuar siempre, toda la vida. Se llama formación permanente.
Si queremos servir al pueblo como testigos del amor de Dios, hay que afrontar estos desafíos de los que les he hablado, porque el servicio es eficaz sólo si pasa a través del testimonio. No se olviden de esta palabra: el testimonio. De hecho, después de haber pronunciado las palabras de consolación, el Señor dice por medio de Isaías: «¿Quién de entre ellos había anunciado estas cosas? ¿Quién nos predijo lo que sucedió en el pasado? Ustedes son mis testigos» (43,9.10).
Testigos, porque para ser buenos sacerdotes, diáconos, consagradas y consagrados no son suficientes las palabras y las intenciones; lo que realmente cuenta es la vida misma. Queridos hermanos y hermanas, mirándolos a ustedes doy gracias a Dios, porque son signos de la presencia de Jesús que pasa por los caminos de este país y toca la vida de la gente, las heridas de su carne. Pero todavía se necesitan jóvenes que le digan "sí" al Señor; más sacerdotes y religiosos que dejen trasparentar su belleza con la propia vida.
En sus testimonios me recordaron cuán difícil es vivir la misión en una tierra rica de bellezas naturales y recursos, pero herida por la explotación, la corrupción, la violencia y la injusticia. Hablaron también de la parábola del buen samaritano; es Jesús que pasa por nuestros caminos y, especialmente a través de su Iglesia, se detiene y se hace cargo de las heridas de los oprimidos.
Queridos hermanos y hermanas, el ministerio al que están llamados es precisamente este: ofrecer cercanía y consolación, como una luz siempre encendida en medio de la oscuridad. Aprendamos del Señor que es cercano siempre. Y para ser hermanos y hermanas de todos, séanlo en primer lugar entre ustedes.
Testigos de fraternidad, jamás en guerra; testigos de paz, aprendiendo a superar también las particularidades de cada cultura y origen étnico, para que, como afirmó Benedicto XVI al dirigirse a los sacerdotes africanos: «vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones» (Exhort. ap. Africae munus, 108).
Un proverbio dice: «El viento no quiebra lo que sabe plegarse». La historia de muchos pueblos de este continente ha sido, por desgracia, plegada y plagada de heridas y de violencia, y por eso, si hay un deseo que nace del corazón, es el de no tener que hacerlo más; el de no tener que someterse más a la prepotencia del más fuerte; el de no tener que abajar más la cabeza bajo el yugo de la injusticia.
Pero podemos acoger las palabras del proverbio principalmente en sentido positivo: existe un plegarse que no es sinónimo de debilidad sino de fortaleza; que significa ser flexibles, superando los rigorismos; significa cultivar una humanidad dócil, que no se cierre en el odio y en el rencor; significa estar disponibles a dejarnos cambiar, sin obstinarnos en nuestras propias ideas y posiciones.
Si nos inclinamos ante Dios, con humildad, Él nos hará como Él, obreros de la misericordia. Cuando permanecemos dóciles en las manos de Dios, Él nos modela y hace de nosotros personas reconciliadas, que saben abrirse y dialogar, acoger y perdonar, poner ríos de paz en las áridas estepas de la violencia.
Y, así, cuando soplan, impetuosos, los vientos de los conflictos y de las divisiones, estas personas no pueden ser quebrantadas, porque están llenas del amor de Dios. Sean ustedes también así, dóciles al Dios de la misericordia, sin jamás dejarse quebrantar por los vientos de las divisiones.
Gracias de corazón, hermanos y hermanas, por lo que son y lo que hacen; por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia.
Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren.
Gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, recen siempre por mí.
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