Habiendo diagnosticado los errores, el Señor pide remediarlos y, por medio del profeta, dice: «¡Lávense, purifíquense! […] ¡Cesen de hacer el mal!» (v. 16). Y sabiendo que estamos oprimidos o como paralizados por tantas culpas, promete que Él lavará nuestros pecados: «Vengan y discutamos -dice el Señor-: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana» (v. 18).
Queridos hermanos y hermanas, por nosotros mismos no somos capaces de liberarnos de nuestras malas comprensiones de Dios y de la violencia que se incuba en nuestro interior.
Sin Dios, sin su gracia, no nos curamos de nuestro pecado. Su gracia es la fuente de nuestro cambio. Nos lo recuerda la vida del apóstol Pablo, que hoy recordamos. No podemos lograrlo nosotros solos, pero con Dios todo es posible; solos no podemos, pero juntos es posible.
En efecto, el Señor pide a los suyos que se conviertan, juntos. La conversión, -esta palabra que se repite tanto, pero que no siempre es fácil de entender-, se pide al pueblo; tiene una dinámica comunitaria, eclesial. Por tanto, creamos que también nuestra conversión ecuménica avanza en la medida en que nos reconocemos necesitados de gracia; necesitados de la misma misericordia; sabiendo que todos dependemos en todo de Dios, nos sentiremos y seremos, con su ayuda, verdaderamente uno (cf. Jn 17,21), hermanos de verdad.
Las Mejores Noticias Católicas - directo a su bandeja de entrada
Regístrese para recibir nuestro boletín gratuito de ACI Prensa.
Click aquí
Qué hermoso es que juntos, en el signo de la gracia del Espíritu, nos abramos a este cambio de perspectiva, redescubriendo que «todos los fieles dispersos por el orbe se comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así -como escribió San Juan Crisóstomo-, quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» (Lumen gentium, 13; In Io. hom. 65,1).
En este camino de comunión, estoy agradecido de que tantos cristianos de varias comunidades y tradiciones estén acompañando, con participación e interés, el camino sinodal de la Iglesia católica, que deseo que sea cada vez más ecuménico.
Pero no olvidemos que caminar juntos y reconocernos en comunión los unos con los otros en el Espíritu Santo implica un cambio, un crecimiento que sólo puede suceder, como escribía Benedicto XVI, «a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo» (Carta enc. Deus caritas est, 18).
Que el apóstol Pablo nos ayude a cambiar, a convertirnos; que nos dé un poco de su valentía indómita. Porque, en nuestro camino, es fácil trabajar por el propio grupo más que por el Reino de Dios, impacientarse, perder la esperanza de que llegue aquel día en que «todos los cristianos se congreguen en una única celebración de la Eucaristía, en orden a la unidad de la una y única Iglesia, a la unidad que Cristo dio a su Iglesia desde un principio» (Decr. Unitatis redintegratio, 4).
Pero justamente en vista de ese día, volvamos a poner nuestra confianza en Jesús, nuestra Pascua y nuestra paz. Mientras le rezamos y lo adoramos, Él obra. Y nos conforta lo que dijo a Pablo, y que podemos sentir dirigido a cada uno de nosotros: «Te basta mi gracia» (2Co 12,9).
Queridos hermanos y hermanas, quise compartir, en espíritu fraterno, estos pensamientos que la Palabra me ha suscitado, para que, amonestados por Dios, por su gracia cambiemos y crezcamos en la oración, el servicio, el diálogo y el trabajo juntos hacia aquella plena unidad que Cristo desea.