16 de noviembre de 2024 Donar
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Catequesis completa del Papa Francisco: Jesús, maestro del anuncio

El Papa Francisco en la Audiencia General. Crédito: Vatican Media

El Papa Francisco continuó este miércoles 25 de enero con su ciclo de catequesis sobre la evangelización. En esta ocasión destacó 5 aspectos del anuncio de Jesús: alegría, luz, asombro, sanación y liberación.

A continuación, el texto completo de la catequesis del Papa Francisco sobre el tema "Jesús como maestro del anuncio":

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
 
El miércoles pasado reflexionamos sobre Jesús como modelo del anuncio, sobre su corazón pastoral siempre tendido hacia los demás. Hoy lo contemplamos como maestro del anuncio. Dejémonos guiar por el episodio en el que predica en la sinagoga de su pueblo, Nazaret. Jesús lee un pasaje del profeta Isaías (cf. 61,1-2) y luego sorprende a todos con un "sermón" muy breve, de una sola frase. Dice: "Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído" (Lc 4,21). Este fue el sermón de Jesús: 'Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído'. Esto significa que para Jesús ese pasaje profético contiene la esencia de lo que quiere decir sobre sí mismo. Por eso, siempre que hablemos de Jesús, debemos remontarnos a ese primer anuncio suyo. Veamos, pues, en qué consiste este primer anuncio. Se pueden identificar cinco elementos esenciales.
 
El primer elemento es la alegría. Jesús proclama: "El Espíritu del Señor está sobre mí, [...] me ha enviado a dar buenas nuevas a los pobres" (v. 18), es decir, un anuncio de alegría, de gozo. Buena nueva: no se puede hablar de Jesús sin alegría, porque la fe es una maravillosa historia de amor que hay que compartir.
 
Dar testimonio de Jesús, hacer algo por los demás en su nombre, es decir entre las líneas de la vida que uno ha recibido un don tan hermoso que no hay palabras suficientes para expresarlo. En cambio, cuando falta la alegría, el Evangelio no pasa, porque él -lo dice la misma palabra- es buen anuncio, y Evangelio significa buen anuncio, anuncio de alegría. Un cristiano triste puede hablar de cosas bellas, pero todo es en vano si el anuncio que transmite no es alegre. Un pensador dijo: "un cristiano triste es un triste cristiano": no lo olvides.
 
Pasemos al segundo aspecto: la liberación. Jesús dice que fue enviado "a proclamar la liberación a los cautivos" (ibíd.). Esto significa que el que anuncia a Dios no puede hacer proselitismo, no, no puede presionar a los demás, sino aliviarlos: no imponer cargas, sino aliviar de ellas; traer paz, no traer culpa.
 

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Por supuesto, seguir a Jesús implica ascesis, implica sacrificio; al fin y al cabo, si toda cosa buena lo requiere, ¡cuánto más la realidad decisiva de la vida! Pero los que dan testimonio de Cristo muestran la belleza de la meta, más que la fatiga del camino. Nos habrá ocurrido contarle a alguien un hermoso viaje que hemos hecho. Por ejemplo, habremos hablado de la belleza de los lugares, de lo que vimos y experimentamos, no del tiempo que tardamos en llegar y de las colas en el aeropuerto, ¡no! Así pues, todo anuncio digno del Redentor debe comunicar la liberación. Como la de Jesús. Hoy hay alegría, porque he venido a liberar.
 
Tercer aspecto: la luz. Jesús dice que vino a "dar la vista a los ciegos" (ibid.). Llama la atención que en toda la Biblia, antes de Cristo, no aparezca nunca, jamás, la curación de un ciego. Era, en efecto, una señal prometida que vendría con el Mesías. Pero aquí no se trata sólo de la vista física, sino de una luz que hace ver la vida de una manera nueva. Hay una "venida a la luz", un renacimiento que sólo ocurre con Jesús.
 
Si lo pensamos bien, así empezó para nosotros la vida cristiana: con el Bautismo, que en la antigüedad se llamaba "iluminación". ¿Y qué luz nos da Jesús? Él nos trae la luz de la filiación: Él es el Hijo amado del Padre, que vive para siempre; y con Él también nosotros somos hijos de Dios, amados para siempre, a pesar de nuestros errores y faltas. Entonces la vida ya no es un avance ciego hacia la nada, no: no es una cuestión de destino o suerte. No es algo que dependa del azar o de los astros, ni de la salud o las finanzas, no. La vida depende del amor, del amor del Padre, que cuida de nosotros, sus hijos predilectos. ¡Qué maravilloso es compartir esta luz con los demás! ¿Se te ha ocurrido pensar que la vida de cada uno de nosotros -mi vida, tu vida, nuestra vida- es un acto de amor? ¿Es una invitación al amor? ¡Esto es maravilloso! Pero tantas veces lo olvidamos, ante las dificultades, ante las malas noticias, incluso ante -y esto es malo- la mundanidad, el modo de vida mundano.
 
Cuarto aspecto de la proclamación: la curación. Jesús dice que vino "a poner en libertad a los oprimidos" (ibid.). Oprimidos son aquellos que en la vida se sienten aplastados por algo que sucede: enfermedades, fatigas, cargas en el corazón, culpas, errores, vicios, pecados... Oprimidos por esto: piensa por ejemplo en la culpa. ¿Cuántos de nosotros hemos sufrido esto? Pensemos un poco en una culpa de eso, de lo otro... Lo que nos oprime, sobre todo, es ese mal que ninguna medicina ni remedio humano puede curar: el pecado. Y si uno tiene culpa por algo que ha hecho, y eso sienta mal... Pero la buena noticia es que con Jesús este antiguo mal, el pecado, que parece invencible, ya no tiene la última palabra. Puedo pecar porque soy débil. Cada uno de nosotros puede hacerlo, pero esa no es la última palabra. La última palabra es la mano tendida de Jesús que te levanta del pecado. Y Padre, ¿cuándo ocurre esto? ¿Una vez? No. ¿Dos veces? No. ¿Tres veces? No. Siempre. Siempre que estés enfermo, el Señor tiene la mano tendida. Sólo tienes que agarrarte y dejar que Él te lleve. La buena noticia es que con Jesús este antiguo mal ya no tiene la última palabra: la última palabra es la mano tendida de Jesús que te lleva. Del pecado Jesús nos cura siempre.
 
¿Y cuánto tengo que pagar por la curación? Nada. Él siempre nos cura gratuitamente. Invita a los que están "cansados y oprimidos" -lo dice el Evangelio-, los invita a venir a Él (cf. Mt 11,28). Por eso, acompañar a alguien al encuentro con Jesús es llevarlo al médico del corazón, que eleva su vida. Es decir: "Hermano, hermana, yo no tengo respuestas a tantos de tus problemas, pero Jesús te conoce, Jesús te ama, Él puede curarte y aliviar tu corazón". Los que llevan cargas necesitan una caricia en el pasado. Tantas veces oímos: "Pero necesitaría sanar mi pasado... Necesito una caricia a ese pasado que tanto me pesa...". Necesita el perdón. Y los que creen en Jesús tienen precisamente esto para dar a los demás: el poder del perdón, que libera al alma de toda deuda. Hermanos, hermanas, no lo olvidéis: Dios lo olvida todo. ¿Por qué? Sí, olvida todos nuestros pecados, no tiene memoria de ellos. Dios perdona todo porque olvida nuestros pecados. Sólo tenemos que acercarnos al Señor y Él nos perdona todo. Piensa en algo del Evangelio, en aquel que empezó a hablar: "¡Señor, he pecado!". Ese hijo... Y el papá le pone la mano en la boca.
 
"No, está bien, nada..." No le deja terminar... Y eso está bien. Jesús nos espera para perdonarnos, para restaurarnos. ¿Y cuánto? ¿Una vez? ¿Dos veces? No. Siempre. "Pero Padre, siempre hago lo mismo..." Y Él también hará siempre lo mismo: perdonarte, abrazarte. Por favor, no desconfiemos. Así es como se ama al Señor. Quien lleva cargas y necesita una caricia en el pasado, necesita perdón, sepa que eso lo hace Jesús. Y eso es lo que da Jesús: liberar el alma de toda deuda. La Biblia habla de un año en el que uno se liberaba de la carga de la deuda: el Jubileo, el año de gracia. Como si fuera el último punto de la proclamación.
 
En efecto, Jesús dice que ha venido "a proclamar el año de gracia del Señor" (Lc 4,19). No fue un jubileo planeado, como los que estamos haciendo ahora, que todo está planeado y pensamos cómo hacerlo y cómo no hacerlo... No. Pero con Cristo, la gracia que hace nueva la vida siempre llega y asombra. Cristo es el Jubileo de cada día, de cada hora, que se acerca a ti, para acariciarte, para perdonarte. Y el anuncio de Jesús debe traer siempre el asombro de la gracia.
 
Este asombro... "No puedo creer, he sido perdonado, he sido perdonado". ¡Pero tan grande es nuestro Dios! Porque no somos nosotros los que hacemos grandes cosas, sino que es la gracia del Señor la que, incluso a través de nosotros, realiza cosas imprevisibles. Y éstas son las sorpresas de Dios. Dios es un maestro de las sorpresas. Siempre nos sorprende, siempre nos espera. Venimos, y Él está esperando. Siempre. El Evangelio va acompañado de un sentimiento de asombro y novedad que tiene un nombre: Jesús.
 
Que nos ayude a proclamarlo como Él quiere, comunicando alegría, liberación, luz, curación y maravilla. Así se comunica a Jesús.
 
Una última cosa: esta buena nueva, dice el Evangelio, se dirige "a los pobres" (v. 18). A menudo nos olvidamos de ellos, y sin embargo son los destinatarios explícitamente mencionados, porque son los amados de Dios. Hagamos memoria de ellos y recordemos que, para acoger al Señor, cada uno de nosotros debe hacerse "pobre por dentro". Con esa pobreza que le hace a uno decir... "Señor necesito perdón, necesito ayuda, necesito fuerza". Esta pobreza que todos tenemos: hacernos pobres desde dentro.
 
Se trata de superar toda pretensión de autosuficiencia para entenderse necesitado de la gracia, y siempre necesitado de Él. Si alguien me dice: Padre, ¿cuál es el camino más corto para conocer a Jesús? Hazte el necesitado. Hazte necesitado de gracia, necesitado de perdón, necesitado de alegría. Y Él vendrá a ti.

 

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