Como he podido subrayar, "también en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros". De una escucha sin prejuicios, atenta y disponible, nace un hablar conforme al estilo de Dios, que se nutre de cercanía, compasión y ternura.
En la Iglesia necesitamos urgentemente una comunicación que encienda los corazones, que sea bálsamo sobre las heridas e ilumine el camino de los hermanos y de las hermanas. Sueño una comunicación eclesial que sepa dejarse guiar por el Espíritu Santo, amable y, al mismo tiempo, profética; que sepa encontrar nuevas formas y modalidades para el maravilloso anuncio que está llamada a dar en el tercer milenio. Una comunicación que ponga en el centro la relación con Dios y con el prójimo, especialmente con el más necesitado, y que sepa encender el fuego de la fe en vez de preservar las cenizas de una identidad autorreferencial.
Una comunicación cuyas bases sean la humildad en el escuchar y la parresia en el hablar; que no separe nunca la verdad de la caridad.
Desarmar los ánimos promoviendo un lenguaje de paz
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"Una lengua suave quiebra hasta un hueso", dice el libro de los Proverbios (25,15). Hablar con el corazón es hoy muy necesario para promover una cultura de paz allí donde hay guerra; para abrir senderos que permitan el diálogo y la reconciliación allí donde el odio y la enemistad causan estragos.
En el dramático contexto del conflicto global que estamos viviendo, es urgente afirmar una comunicación no hostil. Es necesario vencer "la costumbre de desacreditar rápidamente al adversario aplicándole epítetos humillantes, en lugar de enfrentar un diálogo abierto y respetuoso".
Necesitamos comunicadores dispuestos a dialogar, comprometidos a favorecer un desarme integral y que se esfuercen por desmantelar la psicosis bélica que se anida en nuestros corazones; como exhortaba proféticamente San Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris, la paz "verdadera puede apoyarse únicamente en la confianza recíproca". Una confianza que necesita comunicadores no ensimismados, sino audaces y creativos, dispuestos a arriesgarse para hallar un terreno común donde encontrarse. Como hace sesenta años, vivimos una hora oscura en la que la humanidad teme una escalada bélica que se ha de frenar cuanto antes, también a nivel comunicativo.
Uno se queda horrorizado al escuchar con qué facilidad se pronuncian palabras que claman por la destrucción de pueblos y territorios. Palabras que, desgraciadamente, se convierten a menudo en acciones bélicas de cruel violencia. He aquí por qué se ha de rechazar toda retórica belicista, así como cualquier forma de propaganda que manipule la verdad, desfigurándola por razones ideológicas. Se debe promover, en cambio, en todos los niveles, una comunicación que ayude a crear las condiciones para resolver las controversias entre los pueblos.
En cuanto cristianos, sabemos que es precisamente la conversión del corazón la que decide el destino de la paz, ya que el virus de la guerra procede del interior del corazón humano. Del corazón brotan las palabras capaces de disipar las sombras de un mundo cerrado y dividido, para edificar una civilización mejor que la que hemos recibido. Es un esfuerzo que se nos pide a cada uno de nosotros, pero que apela especialmente al sentido de responsabilidad de los operadores de la comunicación, a fin de que desarrollen su profesión como una misión.
Que el Señor Jesús, Palabra pura que surge del corazón del Padre, nos ayude a hacer nuestra comunicación libre, limpia y cordial.