Nos hace bien, pues, detenernos en la escena que describe el Evangelio. Jesús se encontraba en el templo de Jerusalén, donde se estaba celebrando una de las fiestas más importantes, durante la cual el pueblo bendecía al Señor por el don de la tierra y de las cosechas, haciendo memoria de la Alianza. En ese día de fiesta se realizaba un rito importante: el sumo sacerdote se dirigía a la piscina de Siloé, sacaba agua y luego, mientras el pueblo cantaba y exultaba, la derramaba fuera de los muros de la ciudad para indicar que de Jerusalén iba a fluir una gran bendición para todos. En efecto, sobre Jerusalén el salmista había dicho: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87,7); y el profeta Ezequiel había hablado de un manantial de agua que, brotando del templo, iba a irrigar y fecundar como un río toda la tierra (cf. Ez 47,1-12).
En vista de lo anterior, comprendemos bien qué quiere decirnos el Evangelio de Juan con esta escena: estamos en el último día de la fiesta, Jesús, «poniéndose de pie», exclamó: «El que tenga sed, venga a mí» (Jn 7,37), porque «de su seno brotarán manantiales de agua viva» (v. 38). Y el evangelista explica: «Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado» (v. 39). Se hace referencia a la hora en que Jesús muere en la cruz. En ese momento, ya no es del templo de piedras, sino del costado abierto de Cristo que saldrá el agua de la vida nueva, el agua vivificante del Espíritu Santo, destinada a regenerar a toda la humanidad liberándola del pecado y de la muerte.
Hermanos y hermanas, recordemos siempre esto: la Iglesia nace allí, nace del costado abierto de Cristo, de un baño de regeneración en el Espíritu Santo (cf. Tt 3,5). No somos cristianos por nuestros méritos o sólo porque nos adherimos a un credo, sino porque en el Bautismo nos fue donada el agua viva del Espíritu, que nos hace hijos amados de Dios y hermanos entre nosotros, convirtiéndonos en criaturas nuevas. Todo brota de la gracia, todo viene del Espíritu Santo. Permítanme, entonces, detenerme brevemente con ustedes sobre tres grandes dones que el Espíritu Santo nos da y nos pide que acojamos y vivamos: la alegría, la unidad y la profecía.
En primer lugar, el Espíritu es fuente de alegría. El agua dulce que el Señor quiere hacer correr en los desiertos de nuestra humanidad, amasada de tierra y de fragilidad, es la certeza de no estar nunca solos en el camino de la vida. En efecto, el Espíritu es Aquel que no nos deja solos, es el Consolador; nos alienta con su presencia discreta y benéfica, nos acompaña con amor, nos sostiene en las luchas y en las dificultades, anima nuestros sueños más hermosos y nuestros deseos más grandes, abriéndonos al asombro y a la belleza de la vida. Por eso, la alegría del Espíritu no es un estado ocasional o una emoción del momento; tampoco es esa especie de «alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 128). Es, en cambio, la alegría que nace de la relación con Dios, de saber que, aun en las dificultades y en las noches oscuras que a veces atravesamos, no estamos solos, perdidos o derrotados, porque Él está con nosotros. Y con Él podemos afrontar y superar todo, incluso los abismos del dolor y de la muerte.
A ustedes, que han descubierto esta alegría y la viven en comunidad, quisiera decirles: consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben cuál es la mejor manera? Dándola. Sí, la alegría cristiana es contagiosa, porque el Evangelio hace salir de sí mismo para comunicar la belleza del amor de Dios. Por lo tanto, es esencial que en las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad. Es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. La alegría cristiana no se puede retener para uno mismo; sólo cuando la hacemos circular, se multiplica.
En segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad. Los que lo acogen reciben el amor del Padre y se convierten en sus hijos (cf. Rm 8,15-16); y, si son hijos de Dios, son también hermanos y hermanas. No puede haber lugar para las obras de la carne, es decir, del egoísmo; como las divisiones, las peleas, las calumnias, las murmuraciones. Las divisiones del mundo, y también las diferencias étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del Espíritu. Por el contrario, su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también nosotros podamos amarnos así entre nosotros. Por eso, cuando el Espíritu del Resucitado desciende sobre los discípulos, se convierte en fuente de unidad y de fraternidad contra todo egoísmo; inaugura el único lenguaje del amor, para que los diversos lenguajes humanos no permanezcan lejanos e incomprensibles; rompe las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de acogida y de diálogo; libera del miedo e infunde la valentía de salir al encuentro de los demás con la fuerza desarmada y desarmante de la misericordia.