En su tercer día en Bahrein, el Papa Francisco presidió la Santa Misa en el "Bahrain National Stadium" donde nos recordó que estamos llamados a amar por siempre.
A continuación el texto completo:
El profeta Isaías dice que Dios hará surgir un Mesías, cuya «soberanía será grande, y habrá una paz sin fin» (Is 9,6). Parece una contradicción, ya que, de hecho, en la apariencia de este mundo (cf. 1 Co 7,31), lo que muchas veces vemos es que cuanto más se busca el poder, más amenazada está la paz. En cambio, el profeta da un anuncio extraordinariamente novedoso: el Mesías que llega es poderoso, sí, pero no a la manera de un caudillo que trae la guerra y domina a los otros, sino en cuanto «Príncipe de la paz» (v. 5), como Aquel que reconcilia a los hombres con Dios y entre ellos. La grandeza de su poder no usa la fuerza de la violencia, sino la debilidad del amor. Este es el poder de Cristo: el amor. Y también a nosotros Él nos confiere el mismo poder, el poder de amar, de amar en su nombre, de amar como Él ha amado. ¿Cómo? De manera incondicional, no sólo cuando todo va bien y sentimos el deseo de amar, sino siempre; no sólo a nuestros amigos y vecinos, sino a todos, incluso a los enemigos.
Amar siempre y amar a todos, reflexionemos un poco sobre esto.
En primer lugar, hoy las palabras de Jesús (cf. Mt 5,38-48) nos invitan a amar siempre, es decir, a permanecer siempre en su amor, a cultivarlo y practicarlo cualquiera que sea la situación que vivamos. Pero, atención, la mirada de Jesús es concreta; no dice que será fácil y no propone un amor sentimental y romántico, como si en nuestras relaciones humanas no existiesen momentos de conflicto y entre los pueblos no hubiera motivos de hostilidad. Jesús no es irenista, sino realista, habla explícitamente de «los que les hacen el mal» y de «enemigos» (vv. 39.43). Sabe que en nuestras relaciones tiene lugar una lucha cotidiana entre el amor y el odio; y que también dentro de nosotros, cada día, se verifica un combate entre la luz y las tinieblas, entre muchos propósitos y deseos de bien y esa fragilidad pecaminosa que frecuentemente nos domina y nos arrastra hacia las obras del mal. Sabe también qué es lo que experimentamos cuando, a pesar de tantos esfuerzos generosos, no recibimos el bien que nos esperábamos, sino que, incomprensiblemente, sufrimos un daño. E, incluso, ve y sufre observando en nuestros días, en tantas partes del mundo, formas de ejercer el poder que se nutren del abuso y la violencia, que buscan aumentar su propio espacio restringiendo el de los demás, imponiendo su dominio, limitando las libertades fundamentales y oprimiendo a los débiles. Por tanto -dice Jesús- existen conflictos, opresiones y enemistades.
Frente a todo esto, la pregunta importante que debemos hacernos es: ¿qué hacer cuando nos encontramos en estas situaciones? La propuesta de Jesús es sorprendente, atrevida, audaz. Él pide a los suyos la valentía de arriesgarse por algo que aparentemente parece la opción perdedora. Pide que permanezcamos siempre, fielmente, en el amor, a pesar de todo, incluso ante el mal y el enemigo. Reaccionar de una forma simplemente humana nos encadena al "ojo por ojo, diente por diente", pero eso significa hacer justicia con las mismas armas del mal que recibimos. Jesús se atreve a proponernos algo nuevo, distinto, impensable, suyo: «yo les digo que no hagan frente al que les hace mal; al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (v. 39). Esto nos pide el Señor, no que soñemos con un mundo irénicamente animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos en primera persona, empezando por vivir concreta y valientemente la fraternidad universal, perseverando en el bien incluso cuando recibimos el mal, rompiendo la espiral de la venganza, desarmando la violencia, desmilitarizando el corazón. El apóstol Pablo se hace eco de esto cuando escribe: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21).