El camino del diálogo interreligioso es un camino común de paz y por la paz, y como tal, es necesario y sin vuelta atrás. El diálogo interreligioso ya no es sólo una posibilidad, es un servicio urgente e insustituible para la humanidad, para alabanza y gloria del Creador de todos.
Hermanos, hermanas, al pensar en este camino común, me pregunto: ¿cuál es nuestro punto de convergencia?
Juan Pablo II -que hace veintiún años visitó en este mismo mes Kazajistán- afirmó que "todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre" y que el hombre es "el camino de la Iglesia" (Carta enc. Redemptor hominis, 14).
Quisiera decir hoy que el hombre es también el camino de todas las religiones. Sí, el ser humano concreto, debilitado por la pandemia, postrado por la guerra, herido por la indiferencia.
El hombre, creatura frágil y maravillosa, que "sin el Creador desaparece" (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, 36) y sin los demás no subsiste.
Que se mire el bien del ser humano más que a los objetivos estratégicos y económicos, más que a los intereses nacionales, energéticos y militares, antes de tomar decisiones importantes.
Para tomar decisiones que sean verdaderamente grandes, que se mire a los niños, a los jóvenes y a su futuro, a los ancianos y a su sabiduría, a la gente común y a sus necesidades reales.
Y nosotros alzamos la voz para gritar que la persona humana no se reduce a lo que produce y obtiene, sino que debe ser acogida y nunca descartada; que la familia, que en lengua kazaja significa "nido del alma y del amor", es el cauce natural e insustituible que ha de protegerse y promoverse para que crezcan y maduren los hombres y las mujeres del mañana.
Para todos los seres humanos, las grandes sabidurías y religiones están llamadas a dar testimonio de la existencia de un patrimonio espiritual y moral común, que se funda sobre dos pilares: la trascendencia y la fraternidad.
La trascendencia, el "más allá", la adoración. Es bonito que cada día millones y millones de hombres y de mujeres, de diferentes edades, culturas y condiciones sociales, se reúnen para orar en innumerables lugares de culto.
Es la fuerza escondida que hace que el mundo avance.
Y luego, la fraternidad, el otro, la proximidad, porque no puede profesar una verdadera adhesión al Creador quien no ama a sus creaturas.
Este es el espíritu que impregna la Declaración de nuestro Congreso, del cual, en conclusión, quisiera destacar tres palabras.
La primera es la síntesis de todo, la expresión de un grito apremiante, el sueño y la meta de nuestro camino: ¡la paz! Beybitşilik, mir, peace!
La paz es urgente porque cualquier conflicto militar o foco de tensión y de enfrentamiento hoy, no puede más que tener un nefasto "efecto dominó" y compromete seriamente el sistema de relaciones internacionales (cf. n. 4).
Pero la paz "no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia" (Gaudium et spes, 78).
Brota, pues, de la fraternidad, crece a través de la lucha contra la injusticia y la desigualdad, se construye tendiendo la mano a los demás.
Nosotros, que creemos en el Creador de todos, debemos estar en primera línea para irradiar una convivencia pacífica. Debemos dar testimonio de ella, predicarla, implorarla.
Por eso, la Declaración exhorta a los líderes mundiales a detener los conflictos y el derramamiento de sangre en todo lugar, y a abandonar retóricas agresivas y destructivas (cf. n. 7).
Les rogamos, en nombre de Dios y por el bien de la humanidad: ¡Comprométanse en favor de la paz, no en favor de las armas! Sólo sirviendo a la paz, el nombre de ustedes será grande en la historia.
Si falta la paz es porque falta el cuidado, la ternura, la capacidad de generar vida. Y, por lo tanto, hay que buscarla implicando mayormente -esta es la segunda palabra- a la mujer.
Porque la mujer cuida y da vida al mundo, es camino hacia la paz.
Por eso apoyamos la necesidad de proteger su dignidad, y de mejorar su estatus social como miembro de la familia y de la sociedad con los mismos derechos (cf. n. 24). También a las mujeres se les han de confiar roles y responsabilidades mayores.
¡Cuántas opciones que conllevan muerte se evitarían, si las mujeres estuvieran en el centro de las decisiones! Comprometámonos para que sean más respetadas, reconocidas e incluidas.
Finalmente, la tercera palabra: los jóvenes. Ellos son los mensajeros de la paz y la unidad de hoy y del mañana. Ellos son los que, más que otros, invocan la paz y el respeto por la casa común de la creación.
En cambio, las lógicas de dominio y de explotación, el acaparamiento de los recursos, los nacionalismos, las guerras y las zonas de influencia trazan un mundo viejo, que los jóvenes rechazan, un mundo cerrado a sus sueños y a sus esperanzas.
Así también, religiosidades rígidas y sofocantes no pertenecen al futuro, sino al pasado.
Pensando en las nuevas generaciones, se ha afirmado aquí la importancia de la instrucción, que refuerza la acogida recíproca y la convivencia respetuosa entre las religiones y las culturas (cf. n. 11).
En las manos de los jóvenes pongamos oportunidades de instrucción, no armas de destrucción. Y escuchémoslos, sin miedo a dejarnos interrogar por ellos. Sobre todo, construyamos un mundo pensando en ellos.
Hermanos, hermanas, la población de Kazajistán, abierta al mañana y testigo de tantos sufrimientos del pasado, con su extraordinaria multirreligiosidad y multiculturalidad nos ofrece un ejemplo de futuro.
Nos invita a construirlo sin olvidar la trascendencia y la fraternidad, la adoración al Altísimo y la acogida a los demás.
¡Vayamos adelante así, caminando juntos en la tierra como hijos del Cielo, tejedores de esperanza y artesanos de concordia, mensajeros de la paz y la unidad!
Dona a ACI Prensa
Si decides ayudarnos, ten la certeza que te lo agradeceremos de corazón.
Donar