En primer lugar, la memoria. Si hoy en este vasto país, multicultural y multirreligioso, podemos ver comunidades cristianas vivas, así como un sentido religioso que atraviesa la vida de la población, es sobre todo gracias a la rica historia que los precede. Pienso en la difusión del cristianismo en Asia central, la cual ocurrió ya desde los primeros siglos; en tantos evangelizadores y misioneros que se desgastaron difundiendo la luz del Evangelio, fundando comunidades, santuarios, monasterios y lugares de culto. Por tanto, hay una herencia cristiana, ecuménica, que ha de ser honrada y custodiada, una transmisión de la fe que ha visto protagonistas y también tanta gente sencilla, tantos abuelos y abuelas, padres y madres. En el camino espiritual y eclesial no debemos perder de vista el recuerdo de cuantos nos anunciaron la fe, porque hacer memoria nos ayuda a desarrollar el espíritu de contemplación por las maravillas que Dios ha realizado en la historia, aun en medio de las fatigas de la vida y de las fragilidades personales y comunitarias.
Pero pongamos atención: no se trata de mirar hacia atrás con nostalgia, quedándonos estancados en las cosas del pasado y dejándonos paralizar en el inmovilismo. Esta es la tentación del "retroceso". La mirada cristiana, cuando vuelve hacia atrás para hacer memoria, lo que quiere es abrirnos al asombro ante el misterio de Dios, para llenar nuestro corazón de alabanza y gratitud por cuanto ha hecho el Señor. Un corazón agradecido, que desborda de alabanza, que no alberga añoranzas, sino que acoge el presente que vive como gracia; y quiere ponerse en camino, ir hacia adelante, comunicar a Jesús, como las mujeres y los discípulos de Emaús el día de la Pascua.
Esta es la memoria viva de Jesús, que nos llena de asombro y a la que accedemos sobre todo por el Memorial eucarístico, la fuerza del amor que nos impulsa. Es nuestro tesoro. Por eso, sin memoria no hay asombro. Si perdemos la memoria viva, entonces la fe, las devociones y las actividades pastorales corren el riesgo de debilitarse, de ser como llamaradas, que se encienden rápidamente, pero se apagan enseguida. Cuando extraviamos la memoria, se agota la alegría. Desaparece la gratitud a Dios y a los hermanos, porque se cae en la tentación de pensar que todo depende de nosotros. El padre Ruslan nos ha recordado algo hermoso: que ser sacerdote ya es mucho, porque en la vida sacerdotal nos damos cuenta de que todo cuanto sucede no es obra nuestra, sino un don de Dios. Y sor Clara, hablando de su vocación, quiso ante todo agradecer a aquellos que le anunciaron el Evangelio. Gracias por estos testimonios, que nos invitan a hacer memoria agradecida de la herencia que hemos recibido.
Si profundizamos en esta herencia, ¿qué es lo que vemos? Que la fe no ha sido transmitida de generación en generación como un conjunto de cosas que hay que entender y hacer, como un código fijado de una vez para siempre. No, la fe se transmite con la vida, con el testimonio de quien ha llevado el fuego del Evangelio en medio de las situaciones para iluminarlas, para purificarlas y difundir el cálido consuelo de Jesús, así como la alegría de su amor que salva, la esperanza de su promesa. Haciendo memoria, entonces, aprendemos que la fe crece con el testimonio. El resto viene después. Esta es una llamada para todos y quisiera reafirmarlo a todos, fieles laicos, obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas que trabajan de diferentes maneras en la vida pastoral de las comunidades. No nos cansemos de dar testimonio de la esencia de la salvación, de la novedad de Jesús, de la novedad que es Jesús. La fe no es una hermosa exposición de cosas del pasado, sino un evento siempre actual, el encuentro con Cristo que tiene lugar en nuestra vida, aquí y ahora. Por eso no se comunica con la sola repetición de las cosas de siempre, sino transmitiendo la novedad del Evangelio. De este modo, la fe permanece viva y tiene futuro.
He aquí entonces la segunda palabra, futuro. La memoria del pasado no nos encierra en nosotros mismos, sino que nos abre a la promesa del Evangelio. Jesús nos aseguró que estará siempre con nosotros. Por lo que no se trata de una promesa dirigida sólo a un futuro lejano, sino que estamos llamados a acoger hoy la renovación que el Resucitado lleva a cabo en la vida. A pesar de nuestras debilidades, Él no se cansa de estar con nosotros, de construir a nuestro lado el futuro de la Iglesia que es suya y nuestra.
Es cierto, delante de tantos retos de la fe -especialmente aquellos que tienen que ver con la participación de las generaciones jóvenes-, así como delante de los problemas y fatigas de la vida, mirando a los números, en la vastedad de un país como este, podríamos llegar a sentirnos "pequeños" e incapaces. Y, sin embargo, si adoptamos la mirada esperanzadora de Jesús, descubrimos algo sorprendente: el Evangelio dice que ser pequeños, pobres de espíritu, es una bienaventuranza, la primera bienaventuranza (cf. Mt 5,3), porque la pequeñez nos entrega humildemente al poder de Dios y nos lleva a no cimentar la acción eclesial en nuestras propias capacidades. ¡Esta es una gracia! Lo repito: hay una gracia escondida al ser una Iglesia pequeña, un pequeño rebaño, en lugar de exhibir nuestras fortalezas, nuestros números, nuestras estructuras y cualquier otra forma de prestigio humano, nos dejamos guiar por el Señor y nos acercamos con humildad a las personas. Ricos en nada y pobres de todo, caminamos con sencillez, cercanos a las hermanas y a los hermanos de nuestro pueblo, llevando la alegría del Evangelio a las situaciones de la vida. Como levadura en la masa y como la más pequeña de las semillas arrojadas a la tierra (cf. Mt 13,31- 33), vivimos los acontecimientos alegres y tristes de la sociedad en la que nos encontramos, para servirla desde dentro.