La prisa "buena" siempre nos empuja hacia arriba y hacia los demás
La prisa buena siempre nos empuja hacia arriba y hacia los demás. También existe una prisa que no es buena, como por ejemplo la que nos lleva a vivir superficialmente, a tomar todo a la ligera, sin compromiso ni atención, sin participar realmente en las cosas que hacemos; la prisa de cuando vivimos, estudiamos, trabajamos, salimos con los demás sin poner en ello la cabeza y, mucho menos, el corazón. Puede ocurrir en las relaciones interpersonales: en la familia, cuando no escuchamos realmente a los demás ni les dedicamos tiempo; en las amistades, cuando esperamos que un amigo nos entretenga y satisfaga nuestras necesidades, pero lo evitamos inmediatamente y acudimos a otro si vemos que está en crisis y nos necesita; e incluso en las relaciones afectivas, entre novios, pocos tienen la paciencia de conocerse y entenderse a fondo. Podemos tener esta misma actitud en la escuela, en el trabajo y en otros ámbitos de la vida cotidiana. Pues bien, todas estas cosas vividas con prisas es poco probable que den fruto. Existe el riesgo de que permanezcan estériles. Esto es lo que leemos en el libro de los Proverbios: «Los proyectos del hombre laborioso son pura ganancia, el que se precipita -la prisa mala- acaba en la indigencia» (21,5).
Cuando María llegó finalmente a la casa de Zacarías e Isabel se produjo un encuentro maravilloso. Isabel había experimentado una prodigiosa intervención de Dios sobre ella, que le había dado un hijo en su vejez. Hubiera tenido razones suficientes para hablar primero de sí misma, pero no estaba llena de sí, sino inclinada a acoger a su joven prima y al fruto de su vientre. En cuanto escuchó su saludo, Isabel se llenó del Espíritu Santo. Estas sorpresas e irrupciones del Espíritu ocurren cuando experimentamos la verdadera hospitalidad, cuando ponemos en el centro al huésped, y no a nosotros mismos. Esto es también lo que vemos en la historia de Zaqueo. En Lucas 19,5-6 leemos: «Al llegar a ese lugar [donde estaba Zaqueo], Jesús miró hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa". Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría».
A muchos de nosotros nos ha sucedido que, inesperadamente, Jesús salió a nuestro encuentro: por primera vez, experimentamos en Él una cercanía, un respeto, una ausencia de prejuicios y condenas, una mirada de misericordia que nunca habíamos encontrado en los demás. No sólo eso, también sentimos que a Jesús no le bastaba con mirarnos desde lejos, sino que quería estar con nosotros, quería compartir su vida con nosotros. La alegría de esta experiencia despertó en nosotros una prisa por acogerlo, una urgencia por estar con Él y conocerlo mejor. Isabel y Zacarías acogieron a María y a Jesús. ¡Aprendamos de estos dos ancianos el significado de la hospitalidad! Pregunten a sus padres y abuelos, y también a los miembros mayores de sus comunidades, qué significa para ellos ser hospitalarios con Dios y con los demás. Les hará bien escuchar la experiencia de los que les han precedido.
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Queridos jóvenes, es hora de volver a emprender sin demora el camino de los encuentros concretos, de una verdadera acogida de los que son diferentes a nosotros, como ocurrió entre la joven María y la anciana Isabel. Sólo así superaremos las distancias -entre generaciones, entre clases sociales, entre etnias y categorías de todo tipo- e incluso las guerras. Los jóvenes son siempre la esperanza de una nueva unidad para la humanidad fragmentada y dividida. Pero sólo si tienen memoria, sólo si escuchan los dramas y los sueños de sus mayores. «No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo» (Mensaje para la II Jornada Mundial de los abuelos y de los mayores). Es necesaria una alianza entre los jóvenes y los ancianos, para no olvidar las lecciones de la historia, para superar las polarizaciones y los extremismos de este tiempo.
Escribiendo a los efesios, san Pablo anunció: «Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz; él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba, a través de su propia carne» (2,13-14). Jesús es la respuesta de Dios a los desafíos de la humanidad en cada época.
Y esta respuesta, María la llevaba dentro cuando fue al encuentro de Isabel. El mayor regalo de María a su parienta anciana fue llevarle a Jesús. Ciertamente, la ayuda concreta también es inestimable. Pero nada más podría haber llenado la casa de Zacarías de una alegría y un significado tan grandes como la presencia de Jesús en el seno de la Virgen, que se había convertido en el sagrario del Dios vivo. En esa región montañosa, Jesús, solamente con su presencia, sin decir una palabra, pronunció su primer "sermón de la montaña": proclamó en silencio la bendición de los pequeños y los humildes que se confían a la misericordia de Dios.
¡Mi mensaje para ustedes, jóvenes, el gran mensaje del que es portadora la Iglesia, es Jesús! Sí, Él mismo, su amor infinito por cada uno de nosotros, su salvación y la nueva vida que nos ha dado. Y María es el modelo de cómo acoger este inmenso don en nuestras vidas y comunicarlo a los demás, haciéndonos a su vez portadores de Cristo, portadores de su amor compasivo, de su generoso servicio a la humanidad que sufre.
¡Todos juntos en Lisboa!
María era una joven como muchos de ustedes. Era una de nosotros. El obispo Tonino Bello escribió sobre ella: «Santa María, [...] bien sabemos que fuiste destinada a singladuras en alta mar, pero si te obligamos a navegar a vela próxima a la costa, no es porque queramos reducirte a los niveles de nuestro pequeño cabotaje. Es porque, viéndote tan cerca de las playas de nuestro desánimo, nos pueda salvar la conciencia de que también nosotros hemos sido llamados a aventurarnos, como tú, por los océanos de la libertad» (María, mujer de nuestros días, Paulinas, Madrid 1996, 11).