En el acto divino de la reunificación de María con Cristo resucitado no trasciende simplemente la normal corrupción corporal de la muerte humana, sino se anticipa la asunción corporal de la vida de Dios. En efecto, se anticipa el destino de la resurrección que nos concierne: porque, según la fe cristiana, el Resucitado es el primogénito de muchos hermanos y hermanas. El Señor resucitado ha sido el primero, luego iremos nosotros. Este es nuestro destino, resucitar.
Podríamos decir – siguiendo la palabra de Jesús a Nicodemo – que es como volver a nacer (cf. Jn 3, 3-8). Si el primero ha sido un nacimiento sobre la tierra, el segundo es el nacimiento en el cielo. No por casualidad el Apóstol Pablo, en el texto que se ha leído al principio, habla de los dolores de parto (cf. Rm 8,22). Como, recién salidos del seno de nuestra madre, somos siempre nosotros, el mismo ser humano que estaba en el vientre, así, después de la muerte, nacemos en el cielo, en el espacio de Dios, y somos siempre nosotros los que hemos caminado sobre esta tierra. Análogamente a lo que le sucedió a Jesús: el Resucitado es siempre Jesús: no pierde su humanidad, su vivencia, ni siquiera su corporeidad, porque sin ella ya no sería Él, no sería Jesús. Con su humanidad y sus vivencias.
Nos lo dice la experiencia de los discípulos, a quienes Él aparece durante cuarenta días tras su resurrección. El Señor muestra las heridas que sellaron su sacrificio; pero ya no son las fealdades del envilecimiento sufrido dolorosamente, ya son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el final. ¡Jesús resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de Dios!
Y en ella no pierde la memoria, no abandona su propia historia, no disuelve las relaciones en las que vivió en la tierra. A sus amigos les prometió: «Cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes» (Jn 14,3). Y Él vendrá, no sólo al final para todos, sino que vendrá cada vez para cada uno de nosotros, vendrá a buscarnos, a buscarnos para llevarnos con Él.
En este sentido, la muerte es un poco el paso al encuentro con Jesús, que me está esperando para llevarme con Él.
El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay sitio para todos, donde se forma una nueva tierra y se va construyendo la ciudad celestial, hogar definitivo del hombre. Nosotros no podemos imaginar esta transfiguración de nuestra corporeidad mortal, pero estamos seguros de que ella mantendrá nuestros rostros reconocibles y nos permitirá permanecer seres humanos en el cielo de Dios. Nos permitirá participar, con sublime emoción, a la exuberancia infinita y feliz del acto creador de Dios, del que viviremos en primera persona todas las aventuras interminables.