El Papa Francisco participó del "Lac Ste. Anne Pilgrimage" y de la Liturgia de la Palabra en Lac Ste. Anne, donde reflexionó sobre que "el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse".
A continuación la homilía completa del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, âba-wash-did! Tansi! Oki! [¡buenos días!]
Es hermoso para mí estar aquí, peregrino con ustedes y en medio de ustedes. En estos días, hoy especialmente, me llamó la atención el sonido de los tambores que me ha acompañado allí donde he ido. Este latido de los tambores me parecía el eco del latido de muchos corazones. Los corazones que, durante siglos, han vibrado en estas aguas; los corazones de tantos peregrinos que juntos han marcado el paso para alcanzar este "lago de Dios". Aquí se puede captar el latido coral de un pueblo peregrino, de generaciones que se han puesto en camino hacia el Señor para experimentar su obra de sanación. ¡Cuántos corazones llegaron aquí anhelantes y fatigados, lastrados por las cargas de la vida, y junto a estas aguas encontraron la consolación y la fuerza para seguir adelante! También aquí, sumergidos en la creación, hay otro latido que podemos escuchar, el latido materno de la tierra. Y así como el latido de los niños, desde el seno materno, está en armonía con el de sus madres, del mismo modo para crecer como seres humanos necesitamos acompasar los ritmos de la vida con los de la creación que nos da la vida. Así pues, vayamos de nuevo a nuestras fuentes de vida: a Dios, a los padres y, en el día y en la casa de santa Ana, a los abuelos, que saludo con gran afecto.
Transportados por estos latidos vitales, estamos ahora aquí, en silencio, contemplamos las aguas de este lago. Eso nos ayuda a volver también a las fuentes de la fe. Nos permite peregrinar idealmente hasta los lugares santos. Imaginar a Jesús, que desarrolló gran parte de su ministerio precisamente a la orilla de un lago, el Lago de Galilea. Allí escogió y llamó a los Apóstoles, allí proclamó las Bienaventuranzas, allí narró la mayor parte de las parábolas, realizó signos y curaciones. Por otro lado, aquel lago constituía el corazón de la «Galilea de las naciones» (Mt 4,15), una zona periférica, de comercio, donde confluían distintas poblaciones, coloreando la región de tradiciones y cultos dispares. Se trataba del lugar más distante, geográfica y culturalmente, de la pureza religiosa, que se concentraba en Jerusalén, junto al templo. Podemos, pues, imaginar aquel lago, llamado mar de Galilea, como una concentración de diferencias. En sus orillas se encontraban pescadores y publicanos, centuriones y esclavos, fariseos y pobres, hombres y mujeres de las más variadas proveniencias y extracciones sociales. Allí, precisamente allí, Jesús predicó el Reino de Dios. No a gente religiosa pre seleccionada, sino a pueblos distintos que, como hoy, acudían de varias partes, predicó acogiendo a todos y en un teatro natural como este. Dios eligió ese contexto poliédrico y heterogéneo para anunciar al mundo algo revolucionario: por ejemplo "pongan la otra mejilla, amen a los enemigos, vivan como hermanos para ser hijos de Dios, Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos" (cf. Mt 5,38-48). De ese modo, precisamente aquel lago, "mestizado de diversidad", fue la sede de un inaudito anuncio de fraternidad, de una revolución sin muertos ni heridos, la revolución del amor. Y aquí, en las orillas de este lago, el sonido de los tambores que atraviesa los siglos y une gentes distintas, nos lleva hasta aquel entonces. Nos recuerda que la fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a volver a comenzar juntos, porque todos somos peregrinos en camino.
Hermanos, hermanas, peregrinos de estas aguas, ¿qué podemos tomar de ellas? La Palabra de Dios nos ayuda a descubrirlo. El profeta Ezequiel ha repetido por dos veces que las aguas que surgen del templo, para el pueblo de Dios, "dan la vida" y "sanan" (cf. Ez 47,8-9).