Este martes, en su tercer día de visita en Canadá, el Papa Francisco celebró la Misa en el Commonwealth Stadium, en el que reflexionó sobre la herencia de los abuelos.
A continuación la homilía pronunciada por el Santo Padre:
Hoy es la fiesta de los abuelos de Jesús; el Señor ha querido que nos reuniéramos en gran número precisamente en esta ocasión tan querida para ustedes, como para mí. En la casa de Joaquín y Ana, el pequeño Jesús conoció a sus mayores y experimentó la cercanía, la ternura y la sabiduría de sus abuelos. Pensemos también en nuestros abuelos y reflexionemos sobre dos aspectos importantes.
El primero. Somos hijos de una historia que hay que custodiar. No somos individuos aislados, no somos islas, nadie viene al mundo desconectado de los demás. Nuestras raíces, el amor que nos esperaba y que recibimos cuando vinimos al mundo, los ambientes familiares en los que crecimos, forman parte de una historia única que nos ha precedido y nos ha generado. No la elegimos nosotros, sino que la recibimos como un regalo; y es un regalo que estamos llamados a custodiar. Porque, como nos lo ha recordado el libro del Eclesiástico, somos «la descendencia» de los que nos han precedido, somos su «rica herencia» (Si 44,11). Una herencia que, más allá de las proezas o de la autoridad de unos, de la inteligencia o de la creatividad de otros en el canto o en la poesía, tiene su centro en la justicia, en ser fieles a Dios y a su voluntad. Y eso es lo que nos han transmitido. Para aceptar de verdad lo que somos y cuánto valemos, tenemos que hacernos cargo de aquellos de quienes descendemos, aquellos que no pensaron solo en sí mismos, sino que nos transmitieron el tesoro de la vida. Estamos aquí gracias a nuestros padres, pero también gracias a nuestros abuelos, que nos hicieron experimentar que somos bienvenidos en el mundo. A menudo fueron ellos los que nos amaron sin reservas y sin esperar nada de nosotros; nos tomaron de la mano cuando teníamos miedo, nos tranquilizaron en la oscuridad de la noche, nos alentaron cuando a plena luz del día tuvimos que decidir sobre nuestra vida. Gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia que nos precedió; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del Evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, doméstica; sí, es así, porque la fe se comunica esencialmente así, se comunica "en lengua materna", se comunica en dialecto, se comunica a través del afecto y el estímulo, el cuidado y la cercanía.
Esta es nuestra historia que hay que custodiar, la historia de la que somos herederos; somos hijos porque somos nietos. Los abuelos imprimieron en nosotros el sello original de su forma de ser, dándonos dignidad, confianza en nosotros mismos y en los demás. Ellos nos transmitieron algo que dentro de nosotros nunca podrá ser borrado y, al mismo tiempo, nos han permitido ser personas únicas, originales y libres. Precisamente de nuestros abuelos aprendimos que el amor jamás es una imposición, nunca despoja al otro de su libertad interior. De esta manera Joaquín y Ana amaron a María y amaron a Jesús; y así es como María amó a Jesús, con un amor que nunca lo asfixió ni lo retuvo, sino que lo acompañó a abrazar la misión para la que había venido al mundo. Tratemos de aprender esto como individuos y como Iglesia: no oprimir nunca la conciencia de los demás, no encadenar jamás la libertad de los que tenemos cerca y, sobre todo, no dejar nunca de amar y respetar a las personas que nos precedieron y nos han sido confiadas, tesoros preciosos que custodian una historia más grande que ellos mismos.
Custodiar la historia que nos ha generado -nos dice el libro del Eclesiástico- significa no empañar "la gloria" de nuestros antepasados, no perder su recuerdo, no olvidarnos de la historia que dio a luz a nuestra vida, acordarnos siempre de aquellas manos que nos acariciaron y nos tuvieron en sus brazos. Porque es en esta fuente donde encontramos consuelo en los momentos de desánimo, luz en el discernimiento, valor para afrontar los desafíos de la vida. Pero también significa volver siempre a esa escuela donde aprendimos y vivimos el amor. Ante las decisiones que tenemos que tomar hoy, significa preguntarnos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido si estuvieran en nuestro lugar, qué nos aconsejan o nos aconsejarían nuestros abuelos y bisabuelos.