Además, el Espíritu Santo es concreto, no es idealista: quiere que nos centremos en el aquí y el ahora, porque el lugar donde estamos y el tiempo que vivimos son los lugares de la gracia. El lugar de la gracia es el lugar concreto de hoy: aquí, ahora.
¿Cómo? No son fantasías lo que podemos pensar, y el Espíritu Santo te lleva a lo concreto, siempre. El espíritu del mal, en cambio, quiere distraernos del aquí y del ahora, llevarnos a otra parte: a menudo se aferra al pasado: a los remordimientos, a la nostalgia, a lo que la vida no nos ha dado. O nos proyecta hacia el futuro, alimentando miedos, ilusiones, falsas esperanzas.
El Espíritu Santo no lo hace, nos lleva a amar aquí y ahora, concretamente: no un mundo ideal, una Iglesia ideal, no una congregación religiosa ideal, sino lo que está ahí, a la luz del día, en la transparencia, en la sencillez. ¡Qué diferencia con el malvado, que fomenta las cosas que se dicen a las espaldas, los chismes, las habladurías! Los chismes son un hábito feo, que destruye la identidad de las personas.
El Espíritu nos quiere juntos, nos establece como Iglesia y hoy -tercer y último aspecto- enseña a la Iglesia a caminar. Los discípulos estaban encerrados en el cenáculo, entonces el Espíritu desciende y los saca. Sin el Espíritu estaban entre ellos, con el Espíritu se abren a todos.
En cada época, el Espíritu trastoca nuestros esquemas y nos abre a su novedad. Siempre está la novedad de Dios, que es la novedad del Espíritu Santo; siempre enseña a la Iglesia la necesidad vital de salir, la necesidad fisiológica de anunciar, de no permanecer encerrada en sí misma: no ser un rebaño que refuerza el encierro, sino un pasto abierto para que todos puedan alimentarse de la belleza de Dios; nos enseña a ser un hogar acogedor sin muros divisorios.
El espíritu mundano, en cambio, nos presiona para que nos centremos únicamente en nuestros propios problemas e intereses, en la necesidad de parecer relevantes, en la defensa denodada de nuestras afiliaciones nacionales y de grupo.
El Espíritu Santo no lo hace: nos invita a olvidarnos de nosotros mismos, y a estar abiertos a todos. Y así rejuvenece la Iglesia. Tengamos cuidado: Él la rejuvenece, no nosotros. Intentamos maquillarla un poco: esto no es necesario. La rejuvenece. Porque la Iglesia no se programa y los proyectos de modernización no son suficientes.
El Espíritu nos libera de la obsesión de las urgencias y nos invita a recorrer caminos antiguos y siempre nuevos, los caminos del testimonio, los caminos de la pobreza, los caminos de la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo.
Y al final -lo que es curioso- el Espíritu Santo es el autor de la división, incluso de la confusión. Piensa en la mañana de Pentecostés: el autor crea división de lenguas, de actitudes... ¡eso fue una conmoción!
Pero del mismo modo, es el autor de la armonía. Divide con la variedad de carismas, pero una división fingida, porque la división real encaja en la armonía. Él hace la división con los carismas y hace la armonía con toda esta división, y esta es la riqueza de la Iglesia.
Hermanos y hermanas, pongámonos en la escuela del Espíritu Santo, para que nos enseñe todas las cosas. Invoquémosle cada día, para que nos recuerde que debemos partir siempre de la mirada de Dios sobre nosotros, para movernos en nuestras opciones escuchando su voz, para caminar juntos, como Iglesia, dóciles a Él y abiertos al mundo. Que así sea.
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