Esta era la paz esperada por esa gente: una paz gloriosa, fruto de una intervención real, la de un mesías poderoso que liberaría Jerusalén de la ocupación de los romanos. Otros, probablemente, soñaban el restablecimiento de una paz social y veían en Jesús el rey ideal, que daría de comer a la multitud con el pan, como ya había hecho, y realizado grandes milagros, llevando así más justicia al mundo.
Pero Jesús nunca habla de esto. Tiene delante de sí una Pascua diferente, no una pascua triunfal. Lo único que le preocupa para preparar su ingreso en Jerusalén es ir sobre «un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre» (v. 30).
Es así como Cristo lleva la paz en el mundo: a través de la mansedumbre -y esto tenemos que subrayarlo bien- a través de la mansedumbre y la docilidad, representadas en ese pollino atado, sobre el que no había montado nadie. Nadie, porque la forma de hacer de Dios es diferente a la del mundo. Jesús, de hecho, antes de Pascua, explica a los discípulos: «Les dejo la paz, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Son dos modos diferentes, dos maneras diferentes, un modo es como el mundo da la paz y otro modo como Dios nos da la paz. Son diferentes.
La paz que Jesús nos da en Pascua no es la paz que sigue las estrategias del mundo, que cree obtenerla por la fuerza, con las conquistas y con varias formas de imposición. Esta paz, en realidad, es solo un intervalo entre las guerras. Esa paz es solo un intervalo entre las guerras, lo sabemos bien.
La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado sobre sí todo esto, así nos ha liberado, Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí. Esta paz mansa y valiente, sin embargo, es difícil de acoger. De hecho, la multitud que alababa a Jesús es la misma que unos días después grita "Crucifícale" y, asustada y desilusionada, no mueve un dedo por Él.
En este sentido, siempre resulta actual un gran relato de Dostoievski, la llamada Leyenda del Gran Inquisidor. Narra que Jesús, después de varios siglos, vuelve a la Tierra. Es una leyenda. después de varios siglos, vuelve a la Tierra. En seguida es acogido por la multitud alegre, que lo reconoce y lo aclama. Pero después es arrestado por el Inquisidor, que representa la lógica mundana. Este lo interroga y lo critica ferozmente. El motivo final del reproche es que Cristo, aun pudiendo, nunca quiso convertirse en César, el rey más grande de este mundo, prefiriendo dejar libre al hombre en vez de someterlo y resolver los problemas con la fuerza. Habría podido establecer la paz en el mundo, doblegando el corazón libre pero precario del hombre en virtud de un poder superior, pero no quiso, respetó nuestra libertad. «Si hubieses aceptado - dice el Inquisidor a Jesús –, la púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo» (Los hermanos Karamazov, Milán 2012, 345); y con sentencia cortante concluye: «Pues nadie ha merecido más que Tú la hoguera» (348). Este es el engaño que se repite en la historia, la tentación de una paz falsa, basada en el poder, que después conduce al odio y a la traición de Dios, y a tanta amargura en el alma.