El déficit de eficacia de muchas organizaciones internacionales también se debe a las diferentes visiones, que tienen los diversos miembros, de los fines que estas deberían alcanzar. Con frecuencia, el centro de interés se ha trasladado a temáticas que por su naturaleza provocan divisiones y no están estrechamente relacionadas con el fin de la organización, dando como resultado agendas cada vez más dictadas por un pensamiento que reniega los fundamentos naturales de la humanidad y las raíces culturales que constituyen la identidad de muchos pueblos. Como tuve oportunidad de afirmar en otras ocasiones, considero que se trata de una forma de colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos ámbitos e instituciones públicas. En nombre de la protección de las diversidades, se termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes sensibilidades. Se está elaborando un pensamiento único -peligroso- obligado a renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas, mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de la época, no según la hermenéutica de hoy.
Por eso, la diplomacia multilateral está llamada a ser verdaderamente inclusiva, no suprimiendo sino valorando las diversidades y las sensibilidades históricas que distinguen a los distintos pueblos. De ese modo, esta volverá a adquirir credibilidad y eficacia para afrontar los próximos retos, que exigen a la humanidad que vuelva a reunirse como una gran familia, la cual, aunque partiendo de puntos de vista diferentes, debe ser capaz de encontrar soluciones comunes para el bien de todos. Esto exige confianza recíproca y disponibilidad para dialogar, concretamente para «escucharse, confrontarse, ponerse de acuerdo y caminar juntos».[2]
Por otra parte, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial».[3] Nunca debemos olvidar que «hay algunos valores permanentes».[4] No siempre es fácil reconocerlos, pero aceptarlos «otorga solidez y estabilidad a una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso».[5] Deseo destacar especialmente el derecho a la vida, desde la concepción hasta su fin natural, y el derecho a la libertad religiosa.
En esta perspectiva, en los últimos años ha crecido cada vez más la conciencia colectiva en lo referente a la urgencia de afrontar el cuidado de nuestra casa común, que está sufriendo a causa de una continua e indiscriminada explotación de los recursos. A este respecto, pienso especialmente en las Filipinas, golpeadas en las semanas pasadas por un tifón devastador, como también en otras naciones del Pacífico, vulnerables por los efectos negativos del cambio climático, que ponen en riesgo la vida de los habitantes, la mayoría de los cuales dependen de la agricultura, la pesca y los recursos naturales.
Esta constatación es precisamente la que debe impulsar a la comunidad internacional en su conjunto a encontrar soluciones comunes y ponerlas en práctica. Nadie puede eximirse de dicho esfuerzo, porque nos atañe e implica a todos en la misma medida. En la reciente COP26, en Glasgow, se dieron algunos pasos que van en la correcta dirección, aunque más bien débiles respecto a la consistencia del problema a afrontar. El camino para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es complejo y parece todavía largo, mientras el tiempo a disposición es cada vez menos. Todavía hay mucho que hacer, y por consiguiente el 2022 será otro año fundamental para verificar cuánto y cómo, lo que se decidió en Glasgow, pueda y deba ser reforzado posteriormente, en consideración a la COP27, prevista para el próximo mes de noviembre en Egipto.
Excelencias, señoras y señores:
El diálogo y la fraternidad son los dos frentes esenciales para superar las crisis del momento actual. Sin embargo, «a pesar de los numerosos esfuerzos encaminados a un diálogo constructivo entre las naciones, el ruido ensordecedor de las guerras y los conflictos se amplifica»[6], y toda la comunidad internacional debe interrogarse sobre la urgencia de encontrar soluciones a los interminables conflictos, que a veces adoptan la forma de verdaderas guerras subsidiarias (proxy wars).
Pienso en primer lugar en Siria, donde todavía no hay un horizonte claro para la recuperación del país. Aún hoy, el pueblo sirio sigue llorando a sus muertos y la pérdida de todo, con la esperanza de un futuro mejor. Se necesitan reformas políticas y constitucionales para que el país renazca, sin embargo, es también indispensable que las sanciones aplicadas no afecten directamente a la vida cotidiana, ofreciendo un rayo de esperanza a la población, cada vez más atenazada por la pobreza.
Tampoco podemos olvidar el conflicto en Yemen, una tragedia humana que lleva años desarrollándose en silencio, lejos de los reflectores mediáticos y ante una cierta indiferencia de la comunidad internacional, que sigue causando numerosas víctimas civiles, especialmente mujeres y niños.
Durante el año pasado no se produjo ningún avance en el proceso de paz entre Israel y Palestina. Me gustaría que estos dos pueblos reconstruyeran la confianza entre ellos y volvieran a hablarse directamente para poder llegar a vivir en dos estados, uno junto al otro, en paz y seguridad, sin odio ni resentimiento, pero curados por el perdón recíproco.
Las tensiones institucionales en Libia son motivo de preocupación, así como también los episodios de violencia provocados por el terrorismo internacional en la región del Sahel y los conflictos internos en Sudán, Sudán del Sur y Etiopía, donde es necesario «encontrar el camino de la reconciliación y la paz a través de un debate sincero, que ponga las exigencias de la población en primer lugar».[7]
Las desigualdades profundas, las injusticias y la corrupción endémica, así como las diversas formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas, también siguen alimentando los conflictos sociales en el continente americano, donde la polarización cada vez más fuerte no ayuda a resolver los problemas reales y urgentes de los ciudadanos, especialmente de los más pobres y vulnerables.
La confianza mutua y la voluntad para un debate sereno deben animar a todas las partes implicadas para encontrar soluciones aceptables y duraderas en Ucrania y en el Cáucaso meridional, así como evitar la apertura de nuevas crisis en los Balcanes, sobre todo en Bosnia y Herzegovina.
Diálogo y fraternidad son más urgentes que nunca para hacer frente, con sabiduría y eficacia, a la crisis que afecta desde hace casi un año a Myanmar, donde las calles que antes eran lugares de encuentro son ahora escenario de enfrentamientos, que no perdonan ni siquiera los lugares de oración.
Evidentemente, todos los conflictos se ven facilitados por la abundancia de armas disponibles y la falta de escrúpulos de quienes se encargan de difundirlas. A veces nos hacemos la ilusión de que las armas sólo sirven para disuadir a posibles agresores. La historia, y por desgracia también las noticias, nos enseñan que no es así. Quien tiene armas, tarde o temprano acaba usándolas, porque, como decía san Pablo VI, «no es posible amar con armas ofensivas en las manos».[8] Además, «cuando nos entregamos a la lógica de las armas y nos alejamos del ejercicio del diálogo, nos olvidamos trágicamente de que las armas, antes incluso de causar víctimas y ruinas, tienen la capacidad de provocar pesadillas».[9] Estas preocupaciones se concretan aún más hoy en día por la disponibilidad y el uso de armamentos autónomos, que pueden tener consecuencias terribles e imprevisibles, mientras que deberían estar sujetas a la responsabilidad de la comunidad internacional.
Entre las armas que la humanidad ha producido, las nucleares son motivo de especial preocupación. A finales de diciembre pasado se pospuso de nuevo, por causa de la pandemia, la X Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares, que estaba prevista en Nueva York para estos días. Un mundo sin armas nucleares es posible y necesario. En este sentido, deseo que la comunidad internacional aproveche la oportunidad de dicha conferencia para dar un paso significativo en esta dirección. La Santa Sede sigue insistiendo en que las armas nucleares son instrumentos inadecuados e inapropiados para responder a las amenazas a la seguridad en el siglo XXI y que su posesión es inmoral. Su fabricación desvía recursos a las perspectivas de un desarrollo humano integral y su uso, además de producir consecuencias humanitarias y medioambientales catastróficas, amenaza la existencia misma de la humanidad. La Santa Sede considera también importante que la reanudación de las negociaciones en Viena sobre el Acuerdo Nuclear con Irán (Joint Comprehensive Plan of Action) pueda alcanzar resultados positivos para garantizar un mundo más seguro y fraterno.
Queridos embajadores:
En mi mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero, he querido destacar los elementos que considero esenciales para fomentar una cultura del diálogo y la fraternidad.
Un lugar especial lo ocupa la educación, a través de la cual se forman las nuevas generaciones, que son la esperanza y el futuro del mundo. Es el vector principal del desarrollo humano integral, ya que hace a la persona libre y responsable.[10] El proceso educativo es lento y complicado, a veces puede llevar al desánimo, pero nunca se puede abandonar; es una expresión eminente del diálogo, porque no hay verdadera educación que no sea dialógica en su estructura. Asimismo, la educación genera cultura y construye puentes de encuentro entre los pueblos. La Santa Sede ha subrayado el valor de la educación participando en la Expo Dubái 2021, en los Emiratos Árabes Unidos, con un pabellón inspirado en el tema de la Exposición: "Conectando mentes, creando el futuro".
La Iglesia Católica siempre ha reconocido y valorado el papel de la educación en el crecimiento espiritual, moral y social de las jóvenes nuevas generaciones. Por ello, me resulta aún más doloroso constatar que en diversos ámbitos educativos -parroquias y colegios- se han producido abusos a menores, con graves consecuencias psicológicas y espirituales para las personas que los han sufrido. Son crímenes sobre los que debe haber una firme voluntad de esclarecimiento, examinando los casos individuales para determinar las responsabilidades, hacer justicia a las víctimas y evitar que semejantes atrocidades se repitan en el futuro.
A pesar de la gravedad de estos actos, ninguna sociedad puede renunciar a su responsabilidad de educar. Por otra parte, es triste constatar cómo, a menudo, en los presupuestos estatales se destinan pocos recursos para la educación. Esta se considera principalmente como un gasto, mientras que, en cambio, es la mejor inversión posible.
La pandemia ha impedido que numerosos jóvenes accedan a los centros educativos, en detrimento de su desarrollo personal y social. Muchos, por medio de las modernas herramientas tecnológicas, han encontrado refugio en realidades virtuales, que crean vínculos psicológicos y emocionales muy fuertes, con la consecuencia de alejarlos de los demás y de la realidad circundante y alterar radicalmente las relaciones sociales. Con ello no trato de negar la utilidad de la tecnología y sus productos, que nos permiten conectarnos cada vez más fácil y rápidamente, pero quiero señalar la urgente necesidad de vigilar para que estos instrumentos no sustituyan las verdaderas relaciones humanas, a nivel interpersonal, familiar, social e internacional. Si se aprende a aislarse desde pequeños, será más difícil en el futuro construir puentes de fraternidad y paz. En un universo donde sólo existe el "yo", difícilmente puede haber lugar para el "nosotros".
El segundo elemento que me gustaría recordar brevemente es el trabajo, «factor indispensable para construir y mantener la paz; es expresión de uno mismo y de los propios dones, pero también es compromiso, esfuerzo, colaboración con otros, porque se trabaja siempre con o por alguien. En esta perspectiva marcadamente social, el trabajo es el lugar donde aprendemos a ofrecer nuestra contribución por un mundo más habitable y hermoso».[11]
Hemos constatado cómo la pandemia ha puesto a prueba la economía mundial, con graves repercusiones para las familias y los trabajadores, que están experimentando situaciones de angustia psicológica, antes incluso que dificultades económicas. Además, ha puesto aún más de manifiesto la persistencia de las desigualdades en diversos ámbitos socioeconómicos. Entre ellas, el acceso al agua potable, la alimentación, la educación y la atención médica. El número de personas que viven en pobreza extrema está aumentando considerablemente. Además, la crisis sanitaria ha llevado a muchos trabajadores a cambiar el tipo de empleo y a veces los ha obligado a entrar en el espacio de la economía sumergida, privándolos también de las medidas de protección social previstas en muchos países.
En este contexto, la conciencia del valor del trabajo adquiere una importancia adicional, puesto que no puede haber desarrollo económico sin trabajo, ni se puede pensar que las tecnologías modernas puedan sustituir el valor añadido que aporta el trabajo humano. El trabajo es también ocasión para descubrir la propia dignidad, para ir al encuentro de los demás y crecer como ser humano; es camino privilegiado a través del cual cada uno puede participar activamente en el bien común y contribuir concretamente a la construcción de la paz. Por lo tanto, también en este terreno es necesaria una mayor cooperación entre todos los actores a nivel local, nacional, regional y mundial, especialmente en el próximo período, con los desafíos que plantea la deseada reconversión ecológica. Los próximos años serán una oportunidad para desarrollar nuevos servicios y empresas, adaptar los existentes, aumentar el acceso al trabajo digno y trabajar por el respeto de los derechos humanos y de niveles adecuados de remuneración y protección social.
Excelencias, señoras y señores:
El profeta Jeremías nos recuerda que Dios tiene para nosotros «planes de paz y no de desgracia, de dar[nos] un futuro y una esperanza» (29,11). Por eso, no debemos tener miedo de dar cabida a la paz en nuestras vidas, cultivando el diálogo y la fraternidad entre nosotros. La paz es un bien "contagioso", que se propaga desde el corazón de quienes la desean y aspiran a vivirla, alcanzando al mundo entero. A cada uno de ustedes, a sus seres queridos y a sus pueblos les renuevo mi bendición y mi más sincero deseo de un año de serenidad y paz.
Gracias.
[1] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 226-230.
[2] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2021), 2.
[3] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 211.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 1.
[7] Mensaje Urbi et Orbi, 25 diciembre 2021.
[8] Discurso a la Organización de las Naciones Unidas (4 octubre 1965), 10.
[9] Encuentro por la paz, Hiroshima, 24 noviembre 2019.
[10] Cf. Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 3.
[11] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 4.
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