En la apertura de la asamblea sinodal utilicé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Nacen de un corazón humilde, sin humildad no se puede hacer participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son los tres requisitos que me gustaría indicar como un estilo de humildad al que hay que aspirar aquí en la Curia. Tres maneras para hacer de la humildad un itinerario concreto que podamos poner en práctica.
En primer lugar, la participación. Esta debería manifestarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios las responsabilidades son diferentes, pero sería importante que cada uno de nosotros se sintiera partícipe y corresponsable del trabajo, sin limitarse a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona. Siempre me quedo sorprendido cuando encuentro creatividad en la Curia, me gusta tanto, y no pocas veces se manifiesta sobre todo allí donde se deja y se encuentra espacio para todos, incluso para aquellos que, jerárquicamente, parecen ocupar un lugar secundario. Doy las gracias por estos ejemplos, que encuentro y me gustan, y los animo a que trabajen para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en las que todos sientan que tienen una participación activa en la misión que realizan. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, involucra y ayuda a crecer.
La segunda palabra es comunión. No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no ponemos a Cristo en el centro. No este partido, o el otro, Cristo al centro. Muchos de nosotros trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es también poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien, vínculos de bien ayudándonos mutuamente. Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que trabajan juntos, rivales que intentan posicionarse mejor o, peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecerían tomar el aspecto de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos.
La complicidad crea divisiones, crea facciones y crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en equipo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros. En la complicidad se está juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración se permanece juntos porque nos interesa el bien del otro y, por tanto, el de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo decía a Timoteo: recuerda a tu mamá, a tu abuela.
La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que habita en nosotros como un don del Espíritu Santo. Cada vez que nos desviamos de este camino y vivimos la comunión y la uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, yo diría que nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible.
A mí me hace bien releer el inicio de la Lumen Gentium, aquellos números, 8, 12, el Santo Pueblo fiel de Dios, y esto es oxígeno al alma, retomar estas verdades.
La tercera palabra es misión. Es la que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo «mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. No aprende de sus pecados ni está abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97). Solo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no solo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales. Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres.
La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque nos hacen falta: nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables, es hermoso, la misión nos hace vulnerables nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.
Participación, misión y comunión son las características de una Iglesia humilde, que se pone a la escucha del Espíritu y coloca su centro fuera de sí misma. Henri de Lubac decía: «Al igual que su Maestro, la Iglesia a los ojos del mundo, hace papel de esclava. Vive aquí abajo “en forma de esclava”. [...] No es una academia de sabios, ni un cenáculo de intelectuales sublimes, ni una asamblea de superhombres. Sino que es precisamente todo lo contrario. Los cojos, los contrahechos y los miserables de toda clase se dan cita en la Iglesia y la legión de los mediocres [...]; resulta difícil, o por mejor decir, imposible al hombre natural, en tanto que sus pensamientos más íntimos no hayan sido transformados, descubrir en semejante hecho el cumplimiento de la Kenosis salvadora y el adorable vestigio de la “humildad de Dios”» (Meditación sobre la Iglesia, 292-293).
Para concluir quisiera desearles a ustedes, y a mí en particular, que nos dejemos evangelizar por la humildad, de la humildad de la Navidad, de la humildad del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo. Incluso los magos, que evidentemente podemos pensar que provenían de una condición más acomodada que María y José o que los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11), se postran. No es solo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los magos se ponen a la altura de Dios postrándose rostro en tierra. Esta kenosis, este descenso, es el mismo que hará Jesús en la última noche de su vida terrenal, cuando «se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ató a la cintura. Luego echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía a la cintura» (Jn 13,4-5). La consternación que causa este gesto, provoca la reacción de Pedro, pero al final el propio Jesús da a sus discípulos la clave adecuada para entenderlo: «Ustedes me llaman “Maestro” y “Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13,13-15).
Queridos hermanos y hermanas, recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de las raíces y las ramas, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Solo sirviendo y pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos. Estamos aquí -yo el primero- para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los magos, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos ese don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo, que es la manifestación primordial del Espíritu. Lo que no tenemos, podemos al menos empezar a desearlo, pedir al Señor la gracia de poder desear y convertirse en hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.
¡Feliz Navidad para todos! Y les pido que recen por mí. Gracias.
Como recuerdo de esta Navidad, quisiera darles algunos libros. Pero para leerlos, no para dejarlos en la biblioteca, para que los nuestros los reciban en herencia. En primer lugar, uno de un gran teólogo, desconocido porque es demasiado humilde, un subsecretario de la Doctrina de la Fe, Mons. Armando Matteo, que reflexiona un poco en un fenómeno social y en cómo provoca la pastoralidad. Se llama Convertir a Peter Pan. Sobre el destino de la fe en esta sociedad de la eterna juventud. Es provocativo, hace bien. El segundo es un libro sobre los personajes secundarios u olvidados de la Biblia, del Padre Luigi Maria Epicoco: La piedra descartada, y como subtítulo Cuando los olvidados se salvan. Es hermoso. Es para la meditación, para la oración. Leyéndolo, me vino a la mente la historia de Naamán el Sirio, de quien les hablé. Y el tercero es de un Nuncio Apostólico, Mons. Fortunatus Nwachukwu, que ustedes conocen bien. Él hizo una reflexión sobre el chismorreo, y me gusta lo que ha retratado: que el chismorreo hace que se “disuelva” la identidad. Les dejo estos tres libros, y espero que nos ayuden a todos a seguir adelante. ¡Gracias! Gracias por su trabajo y su colaboración. Gracias.
Y pidamos a la Madre de la humildad que nos enseñe a ser humildes: “Ave María…”
[Bendición]
1 G. Bernanos, Journal d’un curé de campagne, París 1974, 135.
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