La primera actitud es la confianza. Mientras Pablo predicaba, algunos filósofos comenzaron a preguntarse qué quería enseñar ese «charlatán» (v. 18). Lo llamaron así, charlatán, uno que inventa cosas aprovechándose de la buena fe de quien lo escucha, por eso lo condujeron al Areópago. Por tanto, no tenemos que imaginar que le abrieron el telón de un escenario. Al contrario, lo llevaron allí para interrogarlo: «¿Se puede saber qué doctrina nueva es esta que tú enseñas? Queremos saber qué significan estas cosas extrañas que te oímos decir» (vv. 19-20). Pablo, en definitiva, fue acorralado.
Estas circunstancias de su misión en Grecia también son importantes para nosotros: el Apóstol fue arrinconado. Un poco antes, en Tesalónica, había sido obstaculizado en su predicación y, a causa de los tumultos suscitados en el pueblo, que lo acusaba de procurar desórdenes, tuvo que escapar durante la noche. Ahora, en Atenas, fue tomado por un charlatán y, como un huésped no deseado, lo condujeron al Areópago. Por lo tanto, no estaba viviendo un momento triunfante, sino que estaba llevando adelante la misión en condiciones difíciles. Quizá en muchos momentos de nuestro camino, también nosotros percibimos el cansancio y a veces la frustración de ser una comunidad pequeña o una Iglesia con poca fuerza que se mueve en un contexto no siempre favorable. Mediten la historia de Pablo en Atenas: estaba solo, superado en número y tenía escasas posibilidades de éxito, pero no se dejó vencer por el desánimo, no renunció a la misión ni se dejó atrapar por la tentación de lamentarse. Esta es la actitud del verdadero apóstol: seguir adelante con confianza, prefiriendo la inquietud de las situaciones inesperadas a la costumbre y a la repetición. Pablo tuvo esa valentía, ¿de dónde le nacía? De la confianza en Dios. Su valentía era la de la confianza, confianza en la grandeza de Dios, que ama obrar en nuestra debilidad.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos confianza, porque el ser Iglesia pequeña nos hace signo elocuente del Evangelio, del Dios anunciado por Jesús que elige a los pequeños y a los pobres, que cambia la historia con las proezas sencillas de los humildes. A nosotros, como Iglesia, no se nos pide el espíritu de la conquista y de la victoria, la magnificencia de los grandes números, el esplendor mundano. Todo eso es peligroso, es la tentación del triunfalismo. A nosotros se nos pide que sigamos el ejemplo del granito de mostaza, que es ínfimo, pero crece humilde y lentamente; es la más pequeña de todas las semillas -dice Jesús- pero cuando crece se convierte en un árbol (cf. Mt 13,32). A nosotros se nos pide que seamos levadura que fermenta en lo escondido, paciente y silenciosamente, dentro de la masa del mundo, gracias a la obra incesante del Espíritu Santo (cf. v. 33). El secreto del Reino de Dios está contenido en las pequeñas cosas, en lo que a menudo no se ve ni hace ruido. El apóstol Pablo, cuyo nombre remite a la pequeñez, vivió en la confianza porque acogió en el corazón estas palabras del Evangelio, hasta el punto de enseñarlas a los hermanos de Corinto: «lo que parece debilidad en Dios es más fuerte que todo lo humano», «escogió a los que el mundo tiene por débiles, para avergonzar a los fuertes» (1 Co 1,25.27).
Entonces, queridos amigos, quisiera decirles: bendigan la pequeñez y acójanla, los dispone a confiar en Dios y sólo en Él. Ser minoría -y en el mundo entero la Iglesia es minoritaria- no quiere decir ser insignificantes, sino recorrer el camino que abrió el Señor, que es el de la pequeñez, el de la kénosis, el abajamiento y la condescendencia. Él descendió hasta llegar a esconderse en los pliegues de la humanidad y en las llagas de nuestra carne. Nos ha salvado, sirviéndonos. Él, en efecto -afirma Pablo-, «se despojó de sí mismo asumiendo la condición de esclavo» (Flp 2,7). Muchas veces tenemos la obsesión de querer aparecer, de llamar la atención, pero «el Reino de Dios no viene de manera que lo puedan detectar visiblemente» (Lc 17,20). Ayudémonos a renovar esta confianza en la obra de Dios, a no perder el entusiasmo del servicio. ¡Ánimo y adelante!
Ahora quisiera destacar una segunda actitud de Pablo en el Areópago de Atenas: la acogida. Es la disposición interior necesaria para la evangelización, se trata de no querer ocupar el espacio y la vida de los demás, sino de sembrar la buena noticia en el terreno de su existencia, aprendiendo sobre todo a acoger y reconocer las semillas que Dios ya ha puesto en sus corazones, antes de nuestra llegada. Recordemos que Dios siempre precede nuestra siembra. Evangelizar no es llenar un recipiente vacío, es ante todo dar a luz aquello que Dios ya ha empezado a realizar. Y esta extraordinaria pedagogía es la que el Apóstol demostró ante los atenienses. No les dijo "se están equivocando en todo" o "ahora les enseño la verdad", sino que comenzó acogiendo su espíritu religioso: «Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, personas muy religiosas.
Porque mientras paseaba y contemplaba sus monumentos sagrados encontré un altar en el que estaba escrito: "Al dios desconocido"» (Hch 17,22-23). El Apóstol reconoció la dignidad de sus interlocutores y acogió su sensibilidad religiosa. Aun cuando las calles de Atenas estaban llenas de ídolos, que lo habían hecho "estremecerse dentro de sí" (cf. v. 16), Pablo acogió el deseo de Dios escondido en el corazón de esas personas y amablemente quiso transmitirles el asombro de la fe. Su estilo no fue impositivo, sino propositivo; no estaba fundado en el proselitismo, sino en la mansedumbre de Jesús. Y eso fue posible porque Pablo tenía una mirada espiritual sobre la realidad, creía que el Espíritu Santo trabaja en el corazón del hombre, más allá de las etiquetas religiosas.