Sin embargo, no se puede dejar de constatar con preocupación cómo hoy, no sólo en el continente europeo, se registra un retroceso de la democracia. Ésta requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo y las promesas fáciles propuestas por los populismos se muestran atrayentes. En diversas sociedades, preocupadas por la seguridad y anestesiadas por el consumismo, el cansancio y el malestar conducen a una suerte de "escepticismo democrático". Sin embargo, la participación de todos es una exigencia fundamental, no sólo para alcanzar objetivos comunes, sino porque responde a lo que somos: seres sociales, irrepetibles y al mismo tiempo interdependientes.
Pero también existe un escepticismo, en relación a la democracia, provocado por la distancia de las instituciones, por el temor a la pérdida de identidad y por la burocracia. El remedio a esto no está en la búsqueda obsesiva de popularidad, en la sed de visibilidad, en la proclamación de promesas imposibles o en la adhesión a abstractas colonizaciones ideológicas, sino que está en la buena política. Porque la política es algo bueno y así debe ser en la práctica, en cuanto responsabilidad suprema del ciudadano, en cuanto arte del bien común. Para que el bien sea realmente participado, hay que dirigir una atención particular, diría prioritaria, a las franjas más débiles. Esta es la dirección a seguir, que un padre fundador de Europa indicó como antídoto para las polarizaciones que animan la democracia, pero que amenazan con exasperarla: «Se habla mucho de quien está a la izquierda o a la derecha, pero lo decisivo es ir hacia adelante, e ir hacia adelante significa encaminarse hacia la justicia social» (A. DE GASPERI, Discurso en Milán, 23 abril 1949). En este sentido, es necesario un cambio de ritmo, mientras cada día se difunden miedos, amplificados por la comunicación virtual, y se elaboran teorías para oponerse a los demás. Ayudémonos, en cambio, a pasar del partidismo a la participación; del mero compromiso por sostener la propia facción a implicarse activamente por la promoción de todos.
Del partidismo a la participación. Es la motivación que nos debe impulsar en varios frentes: pienso en el clima, en la pandemia, en el mercado común y sobre todo en las pobrezas extendidas. Son desafíos que piden colaborar de manera concreta y activa, lo necesita la comunidad internacional, para abrir caminos de paz a través de un multilateralismo que no sea sofocado por excesivas pretensiones nacionalistas; lo necesita la política, para poner las exigencias comunes ante los intereses privados. Puede parecer una utopía, un viaje sin esperanza en un mar turbulento, una odisea larga e irrealizable. Y, sin embargo, como enseña el gran relato homérico, el viaje en un mar agitado es a menudo el único camino. Y alcanza la meta si está animado por el deseo de un hogar, por la búsqueda de seguir adelante juntos. A este respecto, quisiera renovar mi aprecio por el difícil recorrido que ha llevado al "Acuerdo de Prespa", firmado entre esta República y la de Macedonia del Norte.
Mirando aún al Mediterráneo, mar que nos abre al otro, pienso en sus costas fértiles y en el árbol que podría erigirse como símbolo: el olivo, del que se acaban de recoger los frutos y que aúna tierras diversas que se asoman al único mar. Es triste ver cómo muchos olivos centenarios ardieron en los últimos años, consumidos por incendios causados con frecuencia por condiciones meteorológicas adversas, que a su vez fueron provocados por el cambio climático. Frente al paisaje herido de este maravilloso país, el árbol del olivo puede simbolizar la voluntad de contrastar la crisis climática y sus devastaciones. De hecho, después del diluvio, la catástrofe primordial narrada por la Biblia, una paloma regresó hasta Noé «llevando en el pico una hoja de olivo que había arrancado» (Gn 8,11). Era el símbolo de la recuperación, de la fuerza para volver a comenzar cambiando el estilo de vida, renovando las propias relaciones con el Creador, las creaturas y la creación. En este sentido, deseo que los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático se compartan cada vez más y no sean de fachada, sino que se lleven adelante con seriedad; que a las palabras sigan los hechos, para que los hijos no paguen una vez más la hipocresía de los padres. Resuenan en este sentido las palabras que Homero puso en boca de Aquiles: «Me es tan odioso como las puertas del Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra» (Ilíada, IX,312-313).
En la Escritura, el olivo también representa una invitación a ser solidarios, en particular con respecto a cuantos no pertenecen al propio pueblo. Dice la Biblia: «Si recoges el fruto de tus olivos, no regreses a buscar más. Será para el migrante» (Dt 24,20). Este país, caracterizado por la acogida, ha visto arribar en algunas de sus islas un número mayor de hermanos y hermanas migrantes que el de los mismos habitantes, aumentando de ese modo los problemas, que todavía se ven afectados por las dificultades que trajo consigo la crisis económica. Pero también las demoras europeas perduran. La Comunidad europea, desgarrada por egoísmos nacionalistas, más que ser un tren de solidaridad, algunas veces se muestra bloqueada y sin coordinación. Si en un tiempo los contrastes ideológicos impedían la construcción de puentes entre el este y el oeste del continente, hoy la cuestión migratoria también ha abierto brechas entre el sur y el norte. Quisiera exhortar nuevamente a una visión de conjunto, comunitaria, ante la cuestión migratoria, y animar a que se dirija la atención a los más necesitados para que, según las posibilidades de cada país, sean acogidos, protegidos, promovidos e integrados en el pleno respeto de sus derechos humanos y de su dignidad. Más que un obstáculo para el presente, eso representa una garantía para el futuro, de modo que sea signo de una convivencia pacífica para cuantos se ven forzados a huir en busca de un hogar y de esperanza, y que son cada vez más numerosos. Son los protagonistas de una terrible odisea moderna. Me agrada recordar que cuando Ulises desembarcó en Ítaca no fue reconocido por los señores del lugar, que le habían usurpado su casa y sus bienes, sino por quien se había hecho cargo de él. Su nodriza se dio cuenta de que era él cuando vio sus cicatrices. Los sufrimientos nos unen y reconocer la pertenencia a la misma humanidad frágil nos ayudará a construir un futuro más integrado y pacífico. ¡Transformemos en audaz oportunidad lo que sólo parece una desgraciada adversidad!
En cambio, la pandemia es la gran adversidad. Ha hecho que nos redescubramos frágiles y necesitados de los demás. También en este país es un desafío que requiere oportunas intervenciones por parte de las autoridades -me refiero a la necesidad de la campaña de vacunación- y no pocos sacrificios para los ciudadanos. Pero en medio de tanto esfuerzo se ha abierto camino un notable sentido de solidaridad, al que la Iglesia católica local es dichosa de poder seguir contribuyendo, con la convicción de que esto constituya una herencia que no debe perderse con el lento aplacarse de la tempestad. Algunas palabras del juramento de Hipócrates parecen escritas para nuestro tiempo, tales como el esfuerzo por "regular el tenor de vida por el bien de los enfermos", por "abstenerse de todo daño y ofensa" a los demás, por salvaguardar la vida en todo momento, particularmente en el seno materno (cf. Juramento de Hipócrates, texto antiguo). Siempre ha de privilegiarse el derecho al cuidado y a los tratamientos para todos, para que los más débiles, en particular los ancianos, nunca sean descartados. En efecto, la vida es un derecho; no lo es la muerte, que se acoge, no se suministra.