El Sínodo, al mismo tiempo que nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y también ecuménica, no está exento de algunos riesgos. Cito tres de ellos. El primero es el formalismo.
Un Sínodo se puede reducir a un evento extraordinario, pero de fachada, como si nos quedáramos mirando la hermosa fachada de una iglesia, pero sin entrar nunca. En cambio, el Sínodo es un itinerario de discernimiento espiritual efectivo, que no emprendemos para dar una imagen bonita de nosotros mismos, sino para colaborar mejor con la obra de Dios en la historia.
Por tanto, si hablamos de una Iglesia sinodal no podemos contentarnos con la forma, sino que necesitamos la sustancia, los instrumentos y las estructuras que favorezcan el diálogo y la interacción en el Pueblo de Dios, sobre todo entre los sacerdotes y los laicos.
¿Por qué subrayo esto? Porque en ocasiones hay cierto elitismo en el orden presbiterial que lo aparta de los laicos, y el sacerdote se convierte al final en el patrón de la barraca, y nosotros, pastores, y nosotros pastores de una Iglesia que avanza.
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Esto requiere que transformemos ciertas visiones verticalistas, distorsionadas y parciales de la Iglesia, del ministerio presbiteral, del papel de los laicos, de las responsabilidades eclesiales, de los roles de gobierno, entre otras.
Un segundo riesgo es el intelectualismo. La abstracción. La realidad va por allí, y nosotros, con nuestras reflexiones, vamos por otra parte. Convierte el Sínodo en una especie de grupo de estudio, con intervenciones cultas pero abstractas sobre los problemas de la Iglesia y los males del mundo; una suerte de "hablar por hablar", donde se actúa de manera superficial y mundana, terminando por caer otra vez en las habituales y estériles clasificaciones ideológicas y partidistas, y alejándose de la realidad del Pueblo santo de Dios y de la vida concreta de las comunidades dispersas por el mundo.
Por último, puede surgir la tentación del inmovilismo. Es mejor no cambiar, puesto que «siempre se ha hecho así» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 33). Esta palabra es un veneno en la vida de la Iglesia: 'Siempre se ha hecho así'. Quienes se mueven en este horizonte, aun sin darse cuenta, caen en el error de no tomar en serio el tiempo en que vivimos.
El riesgo es que al final se adopten soluciones viejas para problemas nuevos; un pedazo de tela nueva, que como resultado provoca una rotura más grande (cf. Mt 9,16). Por eso, es importante que el camino sinodal lo sea realmente, que sea un proceso continuo; que involucre -en fases diversas y partiendo desde abajo- a las Iglesias locales, en un trabajo apasionado y encarnado, que imprima un estilo de comunión y participación marcado por la misión.
Por tanto, vivamos esta ocasión de encuentro, escucha y reflexión como un tiempo de gracia que, en la alegría del Evangelio, nos permita captar al menos tres oportunidades. La primera es la de encaminarnos no ocasionalmente sino estructuralmente hacia una Iglesia sinodal; un lugar abierto, donde todos se sientan en casa y puedan participar.
El Sínodo también nos ofrece una oportunidad para ser una Iglesia de la escucha, para tomarnos una pausa de nuestros ajetreos, para frenar nuestras ansias pastorales y detenernos a escuchar.