Escuchad bien esto: ¡Dios perdona siempre! ¿Habéis comprendido? ¡Dios perdona siempre!
Les doy un pequeño consejo: después de cada confesión, quédense un momento recordando el perdón que han recibido. Atesoren esa paz en el corazón, esa libertad que sienten dentro. No los pecados, que no están más, sino el perdón que Dios les ha regalado. La caricia de Dios Padre.
Eso atesórenlo, no dejen que se lo roben. Y cuando vuelvan a confesarse, recuerden: voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. En este momento me viene de dar un consejo a los sacerdotes. Yo diría a los sacerdotes que se sienten en el lugar de Dios Padre que perdona siempre y abraza y recibe.
Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de la alegría.
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Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino hermanos que dan el perdón del Padre, que acompañan en este abrazo del Padre.
Pero alguno podría decir: "Yo igualmente me avergüenzo, no logro superar la vergüenza de ir a confesarme". No es un problema, es algo bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas, quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es un buen signo, pero como todo signo pide que se vaya más allá. No permanecer prisionero de la vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí, donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre.
Os digo una cosa, en mi tierra a aquellos que son todo fachada, que lo hacen todo mal, les llamamos "sinvergüenzas".
Una última duda: "Yo no consigo perdonarme, por tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos pecados". Pero -escucha-, ¿cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: "¡Eres débil en el amor!". Decirle esto a Dios es feo. En cambio, Dios siempre se alegra de perdonarnos.
Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos -no lo olviden nunca- en el cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!
Y finalmente, Peter y Lenka. Ustedes en la vida han experimentado la cruz. Gracias por su testimonio. Han preguntado cómo «animar a los jóvenes para que no tengan miedo de abrazar la cruz». Abrazar: es un hermoso verbo. Abrazar ayuda a vencer el miedo. Cuando somos abrazados recuperamos la confianza en nosotros mismos y en la vida. Entonces dejémonos abrazar por Jesús.