Ver. El Evangelista Juan, al principio de la narración, señala este particular: Jesús levanta los ojos y ve a la multitud hambrienta después de haber caminado mucho para encontrarlo. Así inicia el milagro, con la mirada de Jesús, que no es indiferente ni está atareado, sino que advierte los espasmos del hambre que atormentan a la humanidad cansada. Él se preocupa por nosotros, nos cuida, quiere saciar nuestra hambre de vida, de amor y de felicidad. En los ojos de Jesús descubrimos la mirada de Dios: una mirada que es atenta, que escudriña los anhelos que llevamos en el corazón, que ve la fatiga, el cansancio y la esperanza con las que vamos adelante. Una mirada que sabe captar la necesidad de cada uno. A los ojos de Dios no existe la multitud anónima, sino cada persona con su hambre. Jesús tiene una mirada contemplativa, es decir, capaz de detenerse ante la vida del otro y descifrarla.
Esta es también la mirada con la que los abuelos y los mayores han visto nuestra vida. Es el modo en el que ellos, desde nuestra infancia, se han hecho cargo de nosotros. Habiendo tenido una vida a menudo muy sacrificada, no nos han tratado con indiferencia ni se han desentendido de nosotros, sino que han tenido ojos atentos, llenos de ternura. Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos.
Y nosotros, ¿qué mirada tenemos hacia los abuelos y los mayores? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos compañía o llamamos por teléfono a un anciano para manifestarle nuestra cercanía y dejarnos bendecir por sus palabras? Sufro cuando veo una sociedad que corre, atareada e indiferente, afanada en tantas cosas e incapaz de detenerse para dirigir una mirada, un saludo, una caricia. Tengo miedo de una sociedad en la que todos somos una multitud anónima e incapaces de levantar la mirada y reconocernos. Los abuelos, que han alimentado nuestra vida, hoy tienen hambre de nosotros, de nuestra atención, de nuestra ternura, de sentirnos cerca. Alcemos la mirada hacia ellos, como Jesús hace con nosotros.
Compartir. Después de haber visto el hambre de aquellas personas, Jesús desea saciarlas. Y lo hace gracias al don de un muchacho joven, que ofrece sus cinco panes y los dos peces. Es muy hermoso que un muchacho, un joven, que comparte lo que tiene, esté en el centro de este prodigio del que se benefició tanta gente adulta -unas cinco mil personas-.
Hoy tenemos necesidad de una nueva alianza entre los jóvenes y los mayores, de compartir el común tesoro de la vida, de soñar juntos, de superar los conflictos entre generaciones para preparar el futuro de todos. Sin esta alianza de vida, de sueños y de futuro, nos arriesgamos a morir de hambre, porque aumentan los vínculos rotos, las soledades, los egoísmos, las fuerzas disgregadoras. Frecuentemente, en nuestras sociedades hemos entregado la vida a la idea de que "cada uno se ocupe de sí mismo". Pero eso mata.
El Evangelio nos exhorta a compartir lo que somos y lo que tenemos, ese es el único modo en que podemos ser saciados. He recordado muchas veces lo que dice a este propósito el profeta Joel (cf. Jl 3,1): Jóvenes y ancianos juntos. Los jóvenes, profetas del futuro que no olvidan la historia de la que provienen; los ancianos, soñadores nunca cansados que trasmiten la experiencia a los jóvenes, sin entorpecerles el camino. Jóvenes y ancianos, el tesoro de la tradición y la frescura del Espíritu. Jóvenes y ancianos juntos. En la sociedad y en la Iglesia: juntos.