Cuando Jesús dice, «Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos hermanos menores míos, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40), significa toda persona humana necesitada de ayuda. Pero junto a todos estos significados, en el Nuevo Testamento la palabra «hermano» indica cada vez más claramente una categoría particular de personas.
Hermanos entre sí son los discípulos de Jesús, aquellos que acogen sus enseñanzas. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? [...] Quien hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, es para mí hermano, hermana y madre» (Mt 12,48-50). En esta línea, la Pascua marca una etapa nueva y decisiva. Gracias a ella, Cristo se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).
Los discípulos se vuelven hermanos en un sentido nuevo y muy profundo: comparten no sólo la enseñanza de Jesús, sino también su Espíritu, su vida nueva como resucitado. Es significativo que sólo después de su resurrección, por primera vez, Jesús llama a sus discípulos «hermanos»:
«Ve a mis hermanos -le dice a María Magdalena- y diles: "Subo a mi Padre y a tu Padre, a mi Dios y a vuestro Dios"» (Jn 20,17). En este mismo sentido, la Carta a los Hebreos escribe: «Quien santifica y los que son santificados todos provienen de un mismo origen; por esto [Cristo] no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,11).
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Después de la Pascua, este es el uso más común del término hermano; indica al hermano de la fe, miembro de la comunidad cristiana. Hermanos «de sangre» también en este caso, ¡pero de la sangre de Cristo! Esto hace que la fraternidad de Cristo sea algo único y trascendente, en comparación con cualquier otro tipo de fraternidad, y se debe al hecho de que Cristo también es Dios.
Esta nueva fraternidad no reemplaza a otros tipos de fraternidad basados en la familia, la nación o la raza, sino que los corona. Todos los seres humanos son hermanos en cuanto criaturas del mismo Dios y Padre. A esto la fe cristiana añade una segunda razón decisiva. Somos hermanos no solo a título de creación, sino también de redención; no solo porque todos tenemos el mismo Padre, sino porque todos tenemos al mismo hermano, Cristo, «primogénito entre muchos hermanos».
A la luz de todo esto, ahora debemos hacer algunas reflexiones actuales. La fraternidad se construye exactamente como se construye la paz, es decir empezando de cerca, por nosotros, no con grandes esquemas, con metas ambiciosas y abstractas. Esto significa que la fraternidad universal comienza para nosotros con la fraternidad en la Iglesia católica.
Dejo de lado también, por una vez, el segundo círculo que es la fraternidad entre todos los creyentes en Cristo, es decir, el ecumenismo. ¡La fraternidad católica está herida! La túnica de Cristo ha sido desgarrada por las divisiones entre las Iglesias; pero -lo que es peor- cada trozo de la túnica está dividido a menudo, a su vez, en otros trozos.
Hablo naturalmente del elemento humano de la misma, porque la verdadera túnica de Cristo, su cuerpo místico animado por el Espíritu Santo, nadie la podrá nunca herir. A los ojos de Dios, la Iglesia es «una, santa, católica y apostólica», y permanecerá como tal hasta el fin del mundo.
Esto, sin embargo, no excusa nuestras divisiones, sino que las hace más culpables y debe impulsarnos con más fuerza para que las sanemos. ¿Cuál es la causa más común de las divisiones entre los católicos? No es el dogma, no son los sacramentos y los ministerios: todas las cosas que por singular gracia de Dios guardamos íntegras y unánimes.