Entre las acciones litúrgicas de la Iglesia revisten una singular importancia los sacramentales, «signos sagrados creados según el modelo de los sacramentos, por medio de los cuales se expresan efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida»[3]. El Catecismo de la Iglesia Católica específica, además, que «los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con ella» (n. 1670).
Al género de los sacramentales pertenecen las bendiciones, con las cuales la Iglesia «invita a los hombres a alabar a Dios, los anima a pedir su protección, los exhorta a hacerse dignos, con la santidad de vida, de su misericordia»[4]. Ellas, además, «instituidas imitando en cierto modo a los sacramentos, significan siempre unos efectos, sobre todo de carácter espiritual, pero que se alcanzan gracias a la impetración de la Iglesia»[5].
En consecuencia, para ser coherentes con la naturaleza de los sacramentales, cuando se invoca una bendición sobre algunas relaciones humanas se necesita – más allá de la recta intención de aquellos que participan – que aquello que se bendice esté objetiva y positivamente ordenado a recibir y expresar la gracia, en función de los designios de Dios inscritos en la Creación y revelados plenamente por Cristo Señor. Por tanto, son compatibles con la esencia de la bendición impartida por la Iglesia solo aquellas realidades que están de por sí ordenadas a servir a estos designios.
Por este motivo, no es lícito impartir una bendición a relaciones, o a parejas incluso estables, que implican una praxis sexual fuera del matrimonio (es decir, fuera de la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta, por sí misma, a la transmisión de la vida), como es el caso de las uniones entre personas del mismo sexo[6]. La presencia en tales relaciones de elementos positivos, que en sí mismos son de apreciar y de valorar, todavía no es capaz de justificarlas y hacerlas objeto lícito de una bendición eclesial, porque tales elementos se encuentran al servicio de una unión no ordenada al designio de Dios.
Además, ya que las bendiciones sobre personas están en relación con los sacramentos, la bendición de las uniones homosexuales no puede ser considerada lícita, en cuanto sería en cierto modo una imitación o una analogía con la bendición nupcial[7], invocada sobre el hombre y la mujer que se unen en el sacramento del Matrimonio, ya que «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia»[8].
La declaración de ilicitud de las bendiciones de uniones entre personas del mismo sexo no es por tanto, y no quiere ser, una discriminación injusta, sino reclamar la verdad del rito litúrgico y de cuanto corresponde profundamente a la esencia de los sacramentales, tal y como la Iglesia los entiende.