«Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226).
La Iglesia, entendida con las categorías de conflicto -derecha e izquierda, progresista y tradicionalista-, fragmenta, polariza, pervierte y traiciona su verdadera naturaleza. La Iglesia es un Cuerpo perpetuamente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un Cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores. En efecto, de esta manera difundirá temor, se hará más rígida, menos sinodal, e impondrá una lógica uniforme y uniformadora, tan alejada de la riqueza y la pluralidad que el Espíritu ha dado a su Iglesia.
La novedad introducida por la crisis que desea el Espíritu no es nunca una novedad en oposición a lo antiguo, sino una novedad que brota de lo antiguo y que siempre la hace fecunda. Jesús usa una expresión que explica este pasaje de un modo sencillo y claro: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). El acto de morir de la semilla es un acto ambivalente, porque al mismo tiempo marca el final de algo y el comienzo de
otro. Llamamos al mismo momento muerte-descomponerse y nacimiento-germinar porque son la misma realidad. Ante nuestros ojos vemos un final y al mismo tiempo en ese final se manifiesta un comienzo nuevo.
En este sentido, toda la resistencia que ponemos cuando entramos en crisis, a la que nos conduce el Espíritu en el momento de la prueba, nos condena a permanecer solos y estériles. Al defendernos de la crisis, obstruimos la obra de la Gracia de Dios que quiere manifestarse en nosotros y a través de nosotros. Por lo tanto, si un cierto realismo nos muestra nuestra historia reciente sólo como la suma de intentos fallidos, de escándalos, de caídas, de pecados, de contradicciones, de cortocircuitos en el testimonio, no debemos temer, ni negar la evidencia de todo lo que en nosotros y en nuestras comunidades está afectado por la muerte y necesita conversión. Todo lo que de mal, contradictorio, débil y frágil se manifiesta abiertamente nos recuerda aún más fuertemente la necesidad de morir a una forma de ser, de razonar y de actuar que no refleja el Evangelio. Sólo muriendo a una cierta mentalidad se logrará también dar espacio a la novedad que el Espíritu suscita constantemente en el corazón de la Iglesia.[5]
De cada crisis emerge siempre una adecuada necesidad de renovación. Pero si realmente queremos una renovación, debemos tener la valentía de estar dispuestos a todo; debemos dejar de pensar en la reforma de la Iglesia como un remiendo en un vestido viejo, o la simple redacción de una nueva Constitución apostólica.
No se trata de "remendar un vestido", porque la Iglesia no es simplemente el "vestido" de Cristo, sino su cuerpo que abarca toda la historia (cf. 1 Co 12,27). Nosotros no estamos llamados a cambiar o reformar el Cuerpo de Cristo -«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8)-
, sino que estamos llamados a vestir ese mismo Cuerpo con un vestido nuevo, para que se manifieste claramente que la Gracia que se posee no viene de nosotros sino de Dios: porque «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que quede claro que ese poder tan extraordinario proviene de Dios y no de nosotros» (2 Co 4,7). La Iglesia es siempre una vasija de barro, preciosa por lo que contiene y no por lo que a veces muestra de sí misma. Este es un momento en el que parece evidente que el barro del que estamos modelados está desportillado, agrietado, roto. Debemos esforzarnos para que nuestra fragilidad no se convierta en un obstáculo para el anuncio del Evangelio, sino en un lugar donde se manifieste el gran amor con el que Dios, rico en misericordia, nos ha amado y nos ama (cf. Ef 2,4).
Durante el período de la crisis, Jesús nos advierte sobre algunos intentos para salir de ella que están destinados desde el principio a ser infructuosos, como el que «corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo»; el resultado es predecible: romperás el nuevo, porque «el remiendo no quedará bien en el vestido nuevo». Análogamente, «nadie echa vino nuevo en odres viejos. Si hace así, el vino nuevo reventará los odres viejos, el vino se derramará y los odres se echarán a perder. ¡El vino nuevo se echa en odres nuevos!» (Lc 5,36-38).
El comportamiento correcto es el del «maestro de la ley que se ha convertido en discípulo del Reino de los cielos», que «se parece al dueño de una casa que saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas» (Mt 13,52). El tesoro es la Tradición que, como recordaba Benedicto XVI, «es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad» (Catequesis, 26 abril 2006). Las "cosas antiguas" las constituyen la verdad y la gracia que ya poseemos. Las cosas nuevas las forman los diferentes aspectos de la verdad que vamos comprendiendo gradualmente. Ninguna forma histórica de vivir el Evangelio agota su comprensión. Si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, cada día nos acercaremos más a «toda la verdad» (Jn 16,13). Por el contrario, sin la gracia del Espíritu Santo, podemos incluso comenzar a pensar en la Iglesia de modo sinodal, pero, en lugar de hacer referencia a la comunión, se la concibe como una asamblea democrática cualquiera, formada por mayorías y minorías. Sólo la presencia del Espíritu Santo hace la diferencia.
¿Qué hacer durante la crisis? En primer lugar, aceptarla como un tiempo de gracia que se nos ha dado para descubrir la voluntad de Dios para cada uno de nosotros y para toda la Iglesia. Es necesario entrar en la lógica aparentemente contradictoria de que «cuando soy débil, ¡entonces soy fuerte!» (2 Co 12,10). Se debe recordar la garantía que dio san Pablo a los de corinto: «Dios es fiel, y él no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas, sino que junto con la prueba hará que encuentren el modo de sobrellevarla» (1 Co 10,13).
Es fundamental no interrumpir el diálogo con Dios, aunque sea agotador. No debemos cansarnos de rezar siempre (cf. Lc 21,36; 1 Ts 5,17). No conocemos otra solución a los problemas que estamos experimentando que rezar más y, al mismo tiempo, hacer todo lo que podemos con mayor confianza. La oración nos permitirá "esperar contra toda esperanza" (cf. Rm 4,18).
Queridos hermanos y hermanas: Conservemos una profunda paz y serenidad, con la plena certeza de que todos nosotros, y yo en primer lugar, somos solamente «servidores a los que nada hay que agradecer» (Lc 17,10), de los que el Señor ha tenido misericordia. Por eso sería bueno que dejáramos de vivir en conflicto y volviéramos en cambio a sentirnos en camino. Abiertos a la crisis. El camino siempre tiene que ver con verbos de movimiento. La crisis es movimiento, es parte del camino. El conflicto, en cambio, es un camino falso, es un vagar sin objetivo ni finalidad, es quedarse en el laberinto, es sólo una pérdida de energía y una oportunidad para el mal. Y el primer mal al que nos lleva el conflicto, y del que debemos tratar de alejarnos, es propiamente la murmuración, el chismorreo, que nos encierra en la más triste, desagradable y sofocante autorreferencia, y convierte cada crisis en un conflicto. El Evangelio nos dice que los pastores creyeron en el anuncio del ángel y se pusieron en camino hacia Jesús (cf. Lc 2,15-16). Herodes, por el contrario, se cerró ante el relato de los magos y transformó su cerrazón en mentiras y violencia (cf. Mt 2,1-16).
Cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestro puesto en la Iglesia, debe preguntarse si quiere seguir a Jesús con la docilidad de los pastores o con la autoprotección de Herodes, seguirlo en la crisis o defendernos de Él en el conflicto.
Permítanme que les pida expresamente a todos los que, junto conmigo, están al servicio del Evangelio el regalo de Navidad: Su colaboración generosa y apasionada en el anuncio de la Buena Nueva, especialmente a los pobres (cf. Mt 11,5). Recordemos que conoce verdaderamente a Dios quien solamente acoge al pobre que viene de abajo con su miseria, y que en esta misma capacidad es enviado desde arriba; no podemos ver el rostro de Dios, pero podemos experimentarlo en su vuelta hacia nosotros cuando honramos el rostro de nuestro prójimo, del otro que nos compromete con sus necesidades.[6] Los pobres son el centro del Evangelio.
Que no haya nadie que voluntariamente obstaculice la obra que el Señor está realizando en este momento, y pidamos el don de la humildad en el servicio para que Él crezca y nosotros disminuyamos (cf. Jn 3,30).
Felicidades a todos, a cada uno de ustedes, a sus familias y a sus amigos. Y gracias, muchas gracias por su trabajo. Y por favor, recen siempre por mí para que yo tenga la valentía de permanecer en crisis. Feliz Navidad.
[1] H. Arendt, La condición humana, ed. Paidós, Barcelona 2012, 264.
[2] Ibíd.
[3] Discurso en el encuentro ecuménico e interreligioso con los jóvenes, Skopie – Macedonia del Norte (7 mayo 2019):
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 mayo 2019), p. 13.
[4] «Muchos discípulos de Jesús que lo habían oído decían: "¡Es dura esta enseñanza! ¿Quién puede aceptarla?". Dándose cuenta de que sus discípulos murmuraban, Jesús les preguntó: "¿Esto los escandaliza?"» (Jn 6,60-61). Pero, sólo desde esta crisis puede brotar una profesión de fe: «"Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna"» (Jn 6,68).
[5] Los Padres de la Iglesia eran muy conscientes de esto en su continuo llamamiento a la metanoia, de la que ya nos habló san Pablo: «No se acomoden a este mundo, al contrario, transfórmense mediante la renovación de la mente, para que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable y perfecto» (Rm 12,2).
[6] Cf. E. Levinas, Totalité et infini, París 2000, 76.
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