Los dos aspectos evocados anteriormente se encuentran unidos en el lienzo de Caravaggio, en la Galería Borghese de Roma. En una única escena se representa al anciano asceta, vestido ligeramente con un manto rojo, que tiene un cráneo sobre la mesa, símbolo de la vanidad de las realidades terrenas; pero al mismo tiempo también se manifiesta con vehemencia su cualidad de estudioso, que tiene los ojos fijos en el libro, mientras su mano mete la pluma en el tintero, como acto que caracteriza al escritor.
De manera análoga -que llamaría sapiencial- debemos comprender el doble perfil del itinerario biográfico de Jerónimo. Cuando, como un verdadero «León de Belén», exageraba en los tonos, lo hacía por la búsqueda de una verdad que estaba dispuesto a servir incondicionalmente. Y como él mismo explica en el primero de sus escritos, Vida de san Pablo, ermitaño de Tebas, los leones son capaces de «desaforados rugidos», pero también de lágrimas[27]. Por este motivo, las dos fisonomías contrapuestas que aparecen en su figura son, en realidad, elementos con los que el Espíritu Santo le permitió madurar su unidad interior.
Amor por la Sagrada Escritura
El rasgo peculiar de la figura espiritual de san Jerónimo sigue siendo, sin duda, su amor apasionado por la Palabra de Dios, transmitida a la Iglesia en la Sagrada Escritura. Si todos los Doctores de la Iglesia -y en particular los de la época cristiana primitiva- obtuvieron explícitamente de la Biblia el contenido de sus enseñanzas, Jerónimo lo hizo de una manera más sistemática y en algunos aspectos única.
En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino -como es bien conocido- sólo porque lo llevaba a conocer a Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo[28].
Jerónimo nos enseña que no sólo se deben estudiar los Evangelios, y que no es solamente la tradición apostólica, presente en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas, la que hay que comentar, sino que todo el Antiguo Testamento es indispensable para penetrar en la verdad y la riqueza de Cristo[29]. Las mismas páginas del Evangelio lo atestiguan: nos hablan de Jesús como Maestro que, para explicar su misterio, recurre a Moisés, a los profetas y a los Salmos (cf. Lc 4,16-21; 24,27.44-47). Incluso la predicación de Pedro y Pablo, en los Hechos, se fundamenta emblemáticamente en las antiguas Escrituras; sin ellas, no puede entenderse plenamente la figura del Hijo de Dios, el Mesías Salvador. El Antiguo Testamento no debe considerarse como un vasto repertorio de citas que demuestran el cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús de Nazaret. En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las "figuras" veterotestamentarias es posible comprender plenamente el significado del acontecimiento de Cristo, cumplido en su muerte y resurrección. De ahí la necesidad de redescubrir, en la práctica catequética y en la predicación, así como en las discusiones teológicas, el aporte indispensable del Antiguo Testamento, que debe ser leído y asimilado como alimento precioso (cf. Ez 3,1-11; Ap 10,8-11)[30].
La dedicación total de Jerónimo a las Escrituras se manifestó en una forma de expresión apasionada, semejante a la de los antiguos profetas. De ellos sacaba nuestro Doctor su fuego interior, que se convertía en palabra impetuosa y explosiva (cf. Jr 5,14; 20,9; 23,29; Ml 3,2; Si 48,1; Mt 3,11; Lc 12,49), necesaria para expresar el celo ardiente del servidor de la causa de Dios. Siguiendo los pasos de Elías, Juan el Bautista e incluso el apóstol Pablo, el desdén ante la mentira, la hipocresía y las falsas doctrinas enciende el discurso de Jerónimo haciéndolo provocativo y aparentemente duro. La dimensión polémica de sus escritos se comprende mejor si se lee como una especie de calco y actualización de la tradición profética más auténtica. Jerónimo, por tanto, es un modelo de testimonio inflexible de la verdad, que asume la severidad del reproche para inducir a la conversión. En la intensidad de las locuciones e imágenes se manifiesta la valentía del siervo que no quiere agradar a los hombres sino sólo a su Señor (Ga 1,10), por quien ha consumido toda la energía espiritual.
El estudio de la Sagrada Escritura
El amor apasionado de san Jerónimo por las divinas Escrituras está impregnado de obediencia. En primer lugar respecto a Dios, que se ha comunicado con palabras que exigen una escucha reverente[31] y, en consecuencia, también la obediencia a quienes en la Iglesia representan la tradición interpretativa viva del mensaje revelado. Sin embargo, la «obediencia de la fe» (Rm 1,5; 16,26) no es una mera recepción pasiva de lo que es conocido; al contrario, requiere el compromiso activo de la investigación personal. Podemos considerar a san Jerónimo como un "servidor" de la Palabra, fiel y trabajador, completamente consagrado a favorecer en sus hermanos de fe una comprensión más adecuada del «depósito» sagrado que les ha sido confiado (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,14). Si no se entiende lo escrito por los autores inspirados, la misma Palabra de Dios carece de eficacia (cf. Mt 13,19) y el amor a Dios no puede surgir.
Ahora bien, las páginas bíblicas no siempre son accesibles de inmediato. Como se dice en Isaías (29,11), incluso para aquellos que saben "leer" -es decir, que han tenido una formación intelectual suficiente- el libro sagrado aparece "sellado", cerrado herméticamente a la interpretación. Por tanto, es necesario que intervenga un testigo competente para proporcionar la llave liberadora, la de Cristo Señor, único capaz de desatar los sellos y abrir el libro (cf. Ap 5,1-10), para revelar la prodigiosa efusión de la gracia (cf. Lc 4,17-21). Muchos entonces, incluso entre los cristianos practicantes, declaran abiertamente que no saben leer (cf. Is 29,12), no por analfabetismo, sino porque no están preparados para el lenguaje bíblico, sus modos expresivos y las tradiciones culturales antiguas, por lo que el texto bíblico resulta indescifrable, como si estuviera escrito en un alfabeto desconocido y en una lengua poco comprensible.
Se vuelve necesario, por tanto, la mediación del intérprete, ejerciendo su función "diaconal", al ponerse al servicio de quienes no pueden comprender el sentido de lo escrito proféticamente. La imagen que se puede evocar, a este respecto, es la del diácono Felipe, impulsado por el Señor para ir en ayuda del eunuco que está leyendo un pasaje de Isaías en su carroza (53,7-8), pero sin poder comprender su significado: «¿Crees entender lo que estás leyendo?», pregunta Felipe; y el eunuco responde: «¿Cómo voy a entender si nadie me lo explica?» (Hch 8,30-31)[32].
Jerónimo es nuestro guía sea porque, como lo hizo Felipe (cf. Hch 8,35), lleva a quien lee al misterio de Jesús, sea también porque asume responsable y sistemáticamente las mediaciones exegéticas y culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la Sagrada Escritura[33]. La competencia en las lenguas en las que se transmitió la Palabra de Dios, el cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.
Una dimensión tan ejemplar de la actividad de san Jerónimo es muy importante incluso en la Iglesia de hoy. Como nos enseña la Dei Verbum, si la Biblia es «como el alma de la sagrada teología»[34] y la columna vertebral espiritual de la práctica religiosa cristiana[35], es indispensable que el acto interpretativo de la misma esté sostenido por competencias específicas.
A este propósito sirven ciertamente los centros especializados para la investigación bíblica -como el Pontificio Instituto Bíblico en Roma y L'École Biblique y el Studium Biblicum Franciscanum en Jerusalén- y patrística -como el Augustinianum en Roma-, pero también las Facultades de Teología deben esforzarse para que la enseñanza de la Sagrada Escritura esté programada de tal manera que se asegure a los estudiantes una capacidad interpretativa competente, tanto en la exégesis de los textos como en la síntesis de la teología bíblica. La riqueza de las Escrituras es desafortunadamente ignorada o minimizada por muchos, porque no se les han proporcionado las bases esenciales del conocimiento. Por tanto, junto a un incremento de los estudios eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y catequistas, que valoricen de manera más adecuada la competencia en la Sagrada Escritura, se debe promover una formación extendida a todos los cristianos, para que cada uno sea capaz de abrir el libro sagrado y extraer los frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida[36].
Aquí quisiera recordar lo que expresó mi predecesor en la Exhortación apostólica Verbum Domini: «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. […] Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: "Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: ‛Quien no come mi carne y bebe mi sangre' (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios"»[37].
Lamentablemente, en muchas familias cristianas nadie se siente capaz -como en cambio está prescrito en la Torá (cf. Dt 6,6)- de dar a conocer a sus hijos la Palabra del Señor, con toda su belleza, con toda su fuerza espiritual. Por eso quise establecer el Domingo de la Palabra de Dios[38], animando a la lectura orante de la Biblia y a la familiaridad con la Palabra de Dios[39]. Todas las demás manifestaciones de la religiosidad se enriquecerán así de sentido, estarán orientadas por una jerarquía de valores y se dirigirán a lo que constituye la cumbre de la fe: la adhesión plena al misterio de Cristo.
La Vulgata
El "fruto más dulce de la ardua siembra"[40] del estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo, es la traducción del Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese momento, los cristianos del imperio romano sólo podían leer la Biblia en griego en su totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito en griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la llamada Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada por la comunidad judía de Alejandría alrededor del siglo II a.C. Para los lectores de lengua latina, sin embargo, no había una versión completa de la Biblia en su propio idioma, sino sólo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años.
Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes. El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata[41]. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo. «La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de "inmenso vocabulario" (P. Claudel) y de "Atlas iconográfico" (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos»[42]. La literatura, las artes e incluso el lenguaje popular se han inspirado constantemente en la versión jeronimiana de la Biblia, dejándonos tesoros de belleza y devoción.
En relación a este hecho indiscutible, el Concilio de Trento estableció el carácter «auténtico» de la Vulgata en el decreto Insuper, rindiendo homenaje al uso secular que la Iglesia había hecho de ella y certificando su valor como instrumento de estudio, predicación y discusión pública[43]. Sin embargo, no pretendía minimizar la importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la Constitución apostólica Scripturarum thesaurus[44], promulgó en 1979 la edición típica llamada Neovulgata.
La traducción como inculturación
Con su traducción, Jerónimo logró "inculturar" la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se convirtió en un paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia. En efecto, «cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio»[45], y de este modo se establece una especie de circularidad: así como la traducción de Jerónimo está en deuda con la lengua y la cultura de los clásicos latinos, cuyas huellas son claramente visibles, así ella, con su lengua y su contenido simbólico y de imágenes, se ha convertido a su vez en un elemento creador de cultura.
El trabajo de traducción de Jerónimo nos enseña que los valores y las formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la Iglesia. Los diferentes modos en que la Palabra de Dios se anuncia, se comprende y se vive con cada nueva traducción enriquecen la Escritura misma, puesto que -según la conocida expresión de Gregorio Magno- crece con el lector[46], recibiendo a lo largo de los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad. La inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez más como «sponsa ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo[47].
Ha sido recordado, con razón, que es posible establecer una analogía entre la traducción, como acto de hospitalidad lingüística, y otras formas de hospitalidad[48]. Por eso, la traducción no es un trabajo que concierne únicamente al lenguaje, sino que corresponde, de hecho, a una decisión ética más amplia, que está relacionada con toda la visión de la vida. Sin traducción, las diferentes comunidades lingüísticas no podrían comunicarse entre sí; nosotros cerraríamos las puertas de la historia y negaríamos la posibilidad de construir una cultura del encuentro[49]. En efecto, sin traducción no hay hospitalidad y se fortalecen las acciones de hostilidad. El traductor es un constructor de puentes. ¡Cuántos juicios temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar el idioma de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba infinita de amor que es la traducción!
Jerónimo también tuvo que oponerse al pensamiento dominante de su época. Si en los albores del imperio romano, el saber griego era relativamente común, en ese momento ya era una rareza. Sin embargo, llegó a ser uno de los mejores conocedores de la lengua y literatura griega cristiana y se embarcó solo en un viaje aún más arduo cuando se dedicó al estudio del hebreo. Como fue escrito, si «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»[50], podemos decir que le debemos al poliglotismo de san Jerónimo una comprensión más universal del cristianismo y, al mismo tiempo, más acorde con sus fuentes.
Con la celebración del centenario de la muerte de san Jerónimo, nuestra mirada se vuelve hacia la extraordinaria vitalidad misionera expresada por la traducción de la Palabra de Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo del «sueño misionero de llegar a todos»[51]. Es necesario valorar todo este trabajo e invertir en él, contribuyendo a superar las fronteras de la incomunicabilidad y de la falta de encuentro. Todavía queda mucho por hacer. Como ha sido afirmado, no existe comprensión sin traducción[52]; no nos comprenderemos a nosotros mismos, ni a los demás.
Jerónimo y la cátedra de Pedro
Jerónimo siempre tuvo una relación especial con la ciudad de Roma: Roma es el puerto espiritual al que regresó continuamente; en Roma se formó el humanista y se forjó el cristiano; él era homo romanus. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en la lengua de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo sobre todo vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de Pedro. La tradición iconográfica, de manera anacrónica, lo representaba con la púrpura cardenalicia, para señalar su pertenencia al presbiterio de Roma junto al papa Dámaso. Fue en Roma donde comenzó la revisión de la traducción; e incluso cuando la envidia y la incomprensión lo obligaron a abandonar la ciudad, siempre permaneció fuertemente vinculado a la cátedra de Pedro.
Para Jerónimo, la Iglesia de Roma era el terreno fértil donde la semilla de Cristo da fruto abundante[53]. En una época agitada, en la que la túnica inconsútil de la Iglesia se veía a menudo desgarrada por las divisiones entre los cristianos, Jerónimo consideraba la cátedra de Pedro como un punto de referencia seguro: «Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca». En medio de las disputas contra los arrianos, escribió a Dámaso: «Quien no recoge contigo, desparrama; es decir, el que no es de Cristo es del anticristo»[54]. Por eso podía afirmar también: «El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío»[55].
Jerónimo a menudo se vio involucrado en discusiones ásperas a causa de la fe. Su amor por la verdad y la ardiente defensa de Cristo quizá lo llevaron a exagerar la violencia verbal en sus cartas y escritos. Sin embargo, vivía orientado a la paz: «También nosotros queremos la paz, y no sólo la queremos, sino que la pedimos suplicantes. Pero la paz de Cristo, la paz verdadera, una paz sin enemistades, una paz que no lleve escondida la guerra, una paz que no esclavice a los adversarios, sino que los una como amigos»[56].
Nuestro mundo necesita más que nunca la medicina de la misericordia y la comunión. Permítanme repetir una vez más: Demos un testimonio de comunión fraterna que sea atractivo y luminoso[57]. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que pidió intensamente Jesús con su oración al Padre: «Para que todos sean uno […] en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Amar lo que Jerónimo amó
Como conclusión de esta Carta, quisiera hacer un nuevo llamamiento a todos. Entre los muchos elogios que la posteridad le rinde a san Jerónimo está el de no ser considerado solamente uno de los más grandes estudiosos de la "biblioteca" de la que el cristianismo se nutre a lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las Sagradas Escrituras; sino que también se le puede aplicar lo que él mismo escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada, había hecho de su corazón una biblioteca de Cristo»[58]. Jerónimo no escatimó esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto constituye un maravilloso ejemplo también para el presente. Pero, además, fue más lejos. Para él, el estudio no se limitaba a sus primeros años juveniles de formación, sino que era un compromiso constante, una prioridad de todos los días de su vida. En definitiva, podemos decir que asimiló toda una biblioteca y se convirtió en dispensador de conocimiento para muchos otros. Postumiano, que en el siglo IV viajó a Oriente para descubrir los movimientos monásticos, fue testigo ocular del estilo de vida de Jerónimo, con quien permaneció unos meses, y lo describió de la siguiente manera: «Él es todo en la lectura, todo en los libros; no descansa ni de día ni de noche; siempre lee o escribe algo»[59].
En este sentido, a menudo pienso en la experiencia que puede tener un joven hoy al entrar en una librería de su ciudad, o en una página de internet, y buscar el sector de libros religiosos. Es un espacio que, cuando existe, en la mayoría de los casos no sólo es marginal, sino carente de obras sustanciales. Al examinar esos estantes, o esas páginas en la red, es difícil para un joven comprender cómo la investigación religiosa pueda ser una aventura emocionante que une pensamiento y corazón; cómo la sed de Dios haya encendido grandes mentes a lo largo de los siglos hasta hoy; cómo la maduración de la vida espiritual haya contagiado a teólogos y filósofos, artistas y poetas, historiadores y científicos. Uno de los problemas actuales, no sólo de religión, es el analfabetismo: escasean las competencias hermenéuticas que nos hagan intérpretes y traductores creíbles de nuestra propia tradición cultural. Deseo lanzar un desafío, de modo particular, a los jóvenes: Vayan en busca de su herencia. El cristianismo los convierte en herederos de un patrimonio cultural insuperable del que deben tomar posesión. Apasiónense de esta historia, que es de ustedes. Atrévanse a fijar la mirada en Jerónimo, ese joven inquieto que, como el personaje de la parábola de Jesús, vendió todo lo que tenía para comprar «la perla de gran valor» (Mt 13,46).
Verdaderamente, Jerónimo es la «biblioteca de Cristo», una biblioteca perenne que dieciséis siglos después sigue enseñándonos lo que significa el amor de Cristo, un amor que no se puede separar del encuentro con su Palabra. Por esta razón, el centenario actual representa una llamada a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos y dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse, en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento más profundo del Dios de la Revelación. ¿Cómo no escuchar, en nuestros días, lo que Jerónimo exhortaba incesantemente a sus contemporáneos: «Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las manos»?[60].
Un ejemplo luminoso es la Virgen María, evocada por Jerónimo sobre todo como madre virginal, pero también en su actitud de lectora orante de la Escritura. María meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19.51) porque «era santa y había leído las Sagradas Escrituras, conocía a los profetas y recordaba lo que el ángel Gabriel le había anunciado y lo que se le había augurado por boca de los profetas. […] Veía a Aquel recién nacido, que era su Hijo, su único Hijo, acostado y dando vagidos, en ese pesebre, pero a quien en realidad estaba viendo allí acostado era al Hijo de Dios; y lo que ella estaba viendo andaba comparándolo con cuanto había oído y leído»[61]. Encomendémonos a ella, que mejor que nadie puede enseñarnos a leer, meditar, rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin cansarse jamás.
Roma, San Juan de Letrán, 30 de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
[1] «Deus qui beato Hieronymo presbitero suavem et vivum Scripturae Sacrae affectum tribuisti, da, ut populus tuus verbo tuo uberius alatur et in eo fontem vitae inveniet» (Collecta Missae Sancti Hieronymi, Missale Romanum, editio typica tertia, Civitas Vaticana 2002). Traducción en lengua española: «Oh, Dios, que concediste al presbítero san Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la vida» (Oración colecta Memoria litúrgica de san Jerónimo, Misal Romano, Madrid 2017)
[2] Epistula (en adelante: Ep.) 22, 30: CSEL 54, 190.
[3] AAS 12 (1920), 385-423.
[4] Cf. Audiencias Generales 7 y 14 noviembre 2007: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (9 noviembre 2007), p. 12; ibíd. (16 noviembre 2007), p. 16.
[5] Sínodo de los Obispos, Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea general ordinaria (24 octubre 2008).
[6] Cf. AAS 102 (2010), 681-787.
[7] Chronicum 374: PL 27, 697-698.
[8] Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.
[9] Cf. Ep. 122, 3: CSEL 56, 63.
[10] Cf. Homilía en la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (10 diciembre 2015): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 diciembre 2015), p. 13. La anécdota se encuentra en A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Qiqaion, Magnano (BI) 1990, 154-155.
[11] Cf. Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.
[12] Cf. VD, 89: AAS 102 (2010), 761-762.
[13] Cf. Ep. 125, 9.15.19: CSEL 56, 128.133-134.139.
[14] Vita Malchi monachi captivi 7, 3: PL 23, 59-60; S. Jerónimo, Vidas de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 631.
[15] Praef. Esther 2: PL 28, 1505.
[16] Cf. Ep. 108, 26: CSEL 55, 344-345.
[17] Ep. 52, 8: CSEL 54, 428-429; cf. VD, 60: AAS 102 (2010), 739.
[18] Praef. Paralipomenon LXX 1.10-15: SCh 592, 340.
[19] Praef. in Pentateuchum: PL 28, 184.
[20] Ep. 80, 3: CSEL 55, 105.
[21] Mensaje con motivo de la XXIV solemne Sesión pública de las Academias Pontificias (4 diciembre 2019): L'Osservatore Romano (6 diciembre 2019), p. 8.
[22] VD, 30: AAS 102 (2010), 709.
[23] Ep. 125, 15.2: CSEL 56, 133.120.
[24] Ep. 3, 6: CSEL 54, 18.
[25] Cf. Praef. Josue 1, 9-12: SCh 592, 316.
[26] Homilia in Psalmum 95: PL 26, 1181; cf. S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 359.
[27] Cf. Vita S. Pauli primi eremitae, 16, 2: PL 23, 28; S. Jerónimo, Vida de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 615.
[28] Cf. In Isaiam Prol.: PL 24, 17. S. Jerónimo, Comentario a Isaías (Libros I-XII): Obras completas, edición bilingüe, vol. VIa, ed. BAC, Madrid 2007, 5.
[29] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 14.
[30] Cf. ibíd.
[31] Cf. ibíd., 7.
[32] Cf. Ep. 53, 5: CSEL 54, 451; S. Jerónimo, Epistolario I (Cartas 1-85): Obras completas, edición bilingüe, vol. Xa, ed. BAC, Madrid 2013, 505.
[33] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12.
[34] Ibíd., 24.
[35] Cf. ibíd., 25.
[36] Cf. ibíd., 21.
[37] N. 56; cf. In Psalmum 147: CCL 78, 337-338; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.
[38] Cf. Carta. ap. en forma de Motu Proprio Aperuit illis (30 septiembre 2019).
[39] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 152.175: AAS 105 (2013), 1083-1084.1093.
[40] Cf. Ep. 52,3: CSEL 54, 417.
[41] Cf. VD, 72: AAS 102 (2010), 746-747.
[42] S. Juan Pablo II, Carta a los artistas (4 abril 1999), 5: AAS 91 (1999), 1159-1160.
[43] Cf. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 1506.
[44] (25 abril 1979): AAS 71 (1979), 557-559.
[45] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.
[46] Homilia in Ezech. I, 7: PL 76, 843D.
[47] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.
[48] Cf. P. Ricœur, Sur la traduction, Bayard, París 2004.
[49] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24: AAS 105 (2013), 1029-1030.
[50] L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 5.6.
[51] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 31: AAS 105 (2013), 1033.
[52] Cf. G. Steiner, After Babel. Aspects of language and translation, Oxford University Press, Nueva York 1975.
[53] Cf. Ep. 15, 1: CSEL 54, 63.
[54] Ibíd., 15, 2: CSEL 54, 62-64.
[55] Ibíd., 16, 2: CSEL 54, 69.
[56] Ibíd., 82, 2: CSEL 55, 109.
[57]Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 99: AAS 105 (2013), 1061.
[58] Ep. 60, 10: CSEL 54, 561.
[59] Sulpicius Severus, Dialogus I, 9, 5: SCh 510, 136-138.
[60] Ep. 52, 7: CSEL 54, 426.
[61] Homilia de nativitate Domini IV: PLSuppl. 2, 191; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 961.
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