La fe en su presencia, que nos viene al encuentro y nos acompaña, aun cuando el mar está agitado, nos libera de esa acedia que ya tuve la oportunidad de definir como «tristeza dulzona» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019), es decir, ese desaliento interior que nos bloquea y no nos deja gustar la belleza de la vocación.
En la Carta a los sacerdotes hablé también del dolor, pero aquí quisiera traducir de otro modo esta palabra y referirme a la fatiga. Toda vocación implica un compromiso.
El Señor nos llama porque quiere que seamos como Pedro, capaces de "caminar sobre las aguas", es decir, que tomemos las riendas de nuestra vida para ponerla al servicio del Evangelio, en los modos concretos y cotidianos que Él nos muestra, y especialmente en las distintas formas de vocación laical, presbiteral y de vida consagrada.
Pero nosotros somos como el Apóstol: tenemos deseo y empuje, aunque, al mismo tiempo, estamos marcados por debilidades y temores.
Las Mejores Noticias Católicas - directo a su bandeja de entrada
Regístrese para recibir nuestro boletín gratuito de ACI Prensa.
Click aquí
Si dejamos que nos abrume la idea de la responsabilidad que nos espera -en la vida matrimonial o en el ministerio sacerdotal- o las adversidades que se presentarán, entonces apartaremos la mirada de Jesús rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo de hundirnos.
Al contrario, a pesar de nuestras fragilidades y carencias, la fe nos permite caminar al encuentro del Señor resucitado y también vencer las tempestades. En efecto, Él nos tiende la mano cuando el cansancio o el miedo amenazan con hundirnos, y nos da el impulso necesario para vivir nuestra vocación con alegría y entusiasmo.
Finalmente, cuando Jesús subió a la barca, el viento cesó y las olas se calmaron. Es una hermosa imagen de lo que el Señor obra en nuestra vida y en los tumultos de la historia, de manera especial cuando atravesamos la tempestad: Él ordena que los vientos contrarios cesen y que las fuerzas del mal, del miedo y de la resignación no tengan más poder sobre nosotros.
En la vocación específica que estamos llamados a vivir, estos vientos pueden agotarnos. Pienso en los que asumen tareas importantes en la sociedad civil, en los esposos que -no sin razón- me gusta llamar "los valientes", y especialmente en quienes abrazan la vida consagrada y el sacerdocio.
Conozco vuestras fatigas, las soledades que a veces abruman vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco a poco apaga el fuego ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de la precariedad de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo! Jesús está a nuestro lado y, si lo reconocemos como el único Señor de nuestra vida, Él nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.
Y entonces, aun en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la alabanza. Esta es la última palabra de la vocación, y quiere ser también una invitación a cultivar la actitud interior de la Bienaventurada Virgen María. Ella, agradecida por la mirada que Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó con valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al Señor.