4. Una historia que se renueva
La historia de Cristo no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre actual. Nos muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne, nuestra historia, hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También nos dice que no hay historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de que Dios se hizo historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia divina.
En la historia de cada hombre, el Padre vuelve a ver la historia de su Hijo que bajó a la tierra. Toda historia humana tiene una dignidad que no puede suprimirse. Por lo tanto, la humanidad se merece relatos que estén a su altura, a esa altura vertiginosa y fascinante a la que Jesús la elevó.
Escribía san Pablo: «Sois carta de Cristo […] escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Co 3,3). El Espíritu Santo, el amor de Dios, escribe en nosotros. Y, al escribir dentro, graba en nosotros el bien, nos lo recuerda. Re-cordar significa efectivamente llevar al corazón, "escribir" en el corazón.
Por obra del Espíritu Santo cada historia, incluso la más olvidada, incluso la que parece estar escrita con los renglones más torcidos, puede volverse inspirada, puede renacer como una obra maestra, convirtiéndose en un apéndice del Evangelio. Como las Confesiones de Agustín. Como El Relato del Peregrino de Ignacio. Como la Historia de un alma de Teresita del Niño Jesús.
Como Los Novios, como Los Hermanos Karamazov. Como tantas innumerables historias que han escenificado admirablemente el encuentro entre la libertad de Dios y la del hombre. Cada uno de nosotros conoce diferentes historias que huelen a Evangelio, que han dado testimonio del Amor que transforma la vida. Estas historias requieren que se las comparta, se las cuente y se las haga vivir en todas las épocas, con todos los lenguajes y por todos los medios.
5. Una historia que nos renueva
En todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras leemos la Escritura, las historias de los santos, y también esos textos que han sabido leer el alma del hombre y sacar a la luz su belleza, el Espíritu Santo es libre de escribir en nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo que somos a los ojos de Dios.
Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos salvó, cuando ponemos amor en nuestras historias diarias, cuando tejemos de misericordia las tramas de nuestros días, entonces pasamos página. Ya no estamos anudados a los recuerdos y a las tristezas, enlazados a una memoria enferma que nos aprisiona el corazón, sino que abriéndonos a los demás, nos abrimos a la visión misma del Narrador.
Contarle a Dios nuestra historia nunca es inútil; aunque la crónica de los acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la perspectiva. Contarse al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia nosotros y hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a las personas, confiarle las situaciones.
Con Él podemos anudar el tejido de la vida, remendando los rotos y los jirones. ¡Cuánto lo necesitamos todos! Con la mirada del Narrador -el único que tiene el punto de vista final- nos acercamos luego a los protagonistas, a nuestros hermanos y hermanas, actores a nuestro lado de la historia de hoy.
Sí, porque nadie es un extra en el escenario del mundo y la historia de cada uno está abierta a la posibilidad de cambiar. Incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio.
No se trata, pues, de seguir la lógica del storytelling, ni de hacer o hacerse publicidad, sino de rememorar lo que somos a los ojos de Dios, de dar testimonio de lo que el Espíritu escribe en los corazones, de revelar a cada uno que su historia contiene obras maravillosas.
Para ello, nos encomendamos a una mujer que tejió la humanidad de Dios en su seno y -dice el Evangelio- entretejió todo lo que le sucedía. La Virgen María lo guardaba todo, meditándolo en su corazón (cf. Lc 2,19). Pidamos ayuda a aquella que supo deshacer los nudos de la vida con la fuerza suave del amor:
Oh María, mujer y madre, tú tejiste en tu seno la Palabra divina, tú narraste con tu vida las obras magníficas de Dios. Escucha nuestras historias, guárdalas en tu corazón y haz tuyas esas historias que nadie quiere escuchar. Enséñanos a reconocer el hilo bueno que guía la historia. Mira el cúmulo de nudos en que se ha enredado nuestra vida, paralizando nuestra memoria. Tus manos delicadas pueden deshacer cualquier nudo. Mujer del Espíritu, madre de la confianza, inspíranos también a nosotros. Ayúdanos a construir historias de paz, historias de futuro. Y muéstranos el camino para recorrerlas juntos.
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