Por lo tanto, recordemos de nuevo la dramática experiencia de ese naufragio. El barco en el que viaja Pablo está a merced de los elementos. Llevan catorce días en el mar, a la deriva, y como no se ven ni el sol ni las estrellas, los viajeros se sienten desorientados, perdidos. El mar se estrella con violencia contra el barco que temen que se rompa por la fuerza de las olas. También les azotan el viento y la lluvia. La fuerza del mar y de la tormenta es terrible e indiferente al destino de los navegantes: ¡eran más de 260 personas!
Pero Pablo, que sabe que no es así, habla. La fe le dice que su vida está en manos de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que lo llamó a él, a Pablo, para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Su fe también le dice que Dios, según lo que Jesús reveló, es un Padre amoroso. Por eso Pablo se dirige a sus compañeros de viaje e, inspirado por la fe, les anuncia que Dios no permitirá que pierdan ni un solo cabello.
Esta profecía se cumple cuando el barco encalla en la costa de Malta y todos los pasajeros pisan la tierra firme sanos y salvos. Y allí experimentan algo nuevo. En contraste con la violencia brutal del mar tempestuoso, reciben el testimonio de la "humanidad poco común" de los isleños. Esta gente, para la que son extranjeros, se muestra atenta a sus necesidades. Encienden un fuego para que se calienten, les dan refugio contra la lluvia y comida.
Aunque todavía no han recibido la Buena Nueva de Cristo, manifiestan el amor de Dios en actos concretos de bondad. Efectivamente, la hospitalidad espontánea y la amabilidad comunican algo del amor de Dios. Y la hospitalidad de los isleños malteses se ve recompensada por los milagros de curación que Dios obra a través de Pablo en la isla. La gente de Malta fue, pues, un signo de la Providencia de Dios para el Apóstol; también él fue testigo del amor misericordioso de Dios por ellos.
Queridísimos: la hospitalidad es importante; y es también una importante virtud ecuménica. Significa reconocer, ante todo, que los demás cristianos son verdaderamente nuestros hermanos y nuestras hermanas en Cristo. Somos hermanos. Alguien os dirá: "Pero ese es protestante, ese es ortodoxo...". Sí, pero somos hermanos en Cristo. No es un acto de generosidad en un solo sentido, porque cuando somos hospitalarios con otros cristianos los acogemos como un regalo que nos han hecho. Como los malteses, - buenos, estos malteses- somos recompensados porque recibimos lo que el Espíritu Santo ha sembrado en estos hermanos y hermanas nuestros, que se convierte en un regalo también para nosotros porque el Espíritu Santo siembra también su gracia por doquier.
Acoger a los cristianos de otra tradición significa, en primer lugar, mostrar el amor de Dios por ellos, porque son hijos de Dios, -hermanos nuestros- y también recibir lo que Dios ha realizado en sus vidas. La hospitalidad ecuménica requiere la voluntad de escuchar a los otros cristianos, prestando atención a sus historias personales de fe y a la historia de su comunidad, comunidad de fe con otra tradición diferente de la nuestra. La hospitalidad ecuménica implica el deseo de conocer la experiencia que otros cristianos tienen de Dios y la expectativa de recibir los dones espirituales que la acompañan. Y esto es una gracia, descubrir esto es una gracia. Pienso en los tiempos pasados, en mi tierra por ejemplo. Cuando vinieron algunos misioneros evangélicos, un grupito de católicos iba a quemarles las tiendas. Esto no: No es cristiano. Somos hermanos, todos somos hermanos, y debemos ser hospitales unos con otros.