He venido a confirmar a los católicos japoneses en la fe, en sus esfuerzos de caridad por los necesitados y por su servicio al país del que se sienten ciudadanos orgullosos. Como nación, Japón es particularmente sensible al sufrimiento de los menos afortunados y de las personas con discapacidad. El lema de mi visita es: "Proteger toda vida", reconociendo su dignidad inviolable y la importancia de mostrar solidaridad y apoyo a nuestros hermanos y hermanas ante cualquier tipo de necesidad. Una experiencia impactante de esto la he tenido al escuchar las historias de los afectados por el triple desastre, y me he sentido conmovido por las dificultades por las que han pasado.
Siguiendo los pasos de mis predecesores, también quiero implorar a Dios e invitar a todas las personas de buena voluntad a seguir impulsando y promoviendo todas las mediaciones necesarias de disuasión para que nunca más, en la historia de la humanidad, vuelva a ocurrir la destrucción generada por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
La historia nos enseña que los conflictos entre los pueblos y naciones, incluso los más graves, pueden encontrar soluciones válidas sólo a través del diálogo, única arma digna del ser humano y capaz de garantizar una paz duradera. Estoy convencido de la necesidad de abordar la cuestión nuclear en el plano multilateral, promoviendo un proceso político e institucional capaz de crear un consenso y una acción internacional más amplia.
Una cultura de encuentro y diálogo -marcada por la sabiduría, la visión y la amplitud de miras- es esencial para construir un mundo más justo y fraterno. Japón ha reconocido la importancia de promover contactos personales en los campos de la educación, la cultura, el deporte y el turismo, sabiendo que estos pueden contribuir en gran medida a la armonía, la justicia, la solidaridad y la reconciliación que son el cemento del edificio de la paz. Observamos un ejemplo destacado de esto en el espíritu olímpico, que une a atletas de todo el mundo en una competición, que no se basa necesariamente en la rivalidad sino en la búsqueda de la excelencia. Estoy seguro de que los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, que el próximo año se celebrarán en Japón, servirán de impulso para desarrollar un espíritu de solidaridad que trascienda las fronteras nacionales y regionales, y busque el bien de toda nuestra familia humana.
En estos días he vuelto a apreciar el precioso patrimonio cultural que Japón, a lo largo de muchos siglos de su historia, ha podido desarrollar y preservar, y los profundos valores religiosos y morales que caracterizan a esta antigua cultura. La buena relación entre las distintas religiones no sólo es esencial para un futuro de paz, sino también para capacitar a las generaciones presentes y futuras a fin de que valoren los principios éticos que sirven de base a una sociedad verdaderamente justa y humana. En palabras del Documento sobre la Fraternidad Humana que firmé con el Gran Imán de Al-Azhar, el pasado mes de febrero, nuestra preocupación compartida por el futuro de la familia humana nos impulsa a «asumir la cultura del diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio».
Ningún visitante de Japón deja de admirar la belleza natural de este país, expresada a lo largo de los siglos por sus poetas y artistas, y simbolizada sobre todo por la imagen de los cerezos en flor. Sin embargo, la delicadeza de la flor de cerezo nos recuerda la fragilidad de nuestra casa común, sometida no solo a desastres naturales sino también a la codicia, la explotación y la devastación por manos del hombre.