Esto es exactamente lo que Miki nos decía; preguntó cómo pueden los jóvenes hacer espacio para Dios en una sociedad frenética y enfocada en ser solamente competitiva y productiva. Es habitual ver que una persona, una comunidad o incluso una sociedad entera pueden estar altamente desarrolladas en su exterior, pero con una vida interior pobre y encogida, con el alma y la vitalidad apagada. Parecen muñequitos, ya terminados, que no tienen nada dentro.
Todo les aburre. Hay jóvenes que no sueñan. Es terrible un joven que no sueña, un joven que no hace espacio en su corazón para soñar, para que entre Dios, para que entren las ilusiones y sea fecundo en la vida. Hay hombres o mujeres que se olvidaron de reír, que no juegan, no conocen el sentido de la admiración y la sorpresa. Hombres y mujeres que viven como zombis, su corazón dejó de latir por la incapacidad de celebrar la vida con los demás. Escuchen esto: Ustedes van a ser felices, ustedes van a ser fecundos si mantienen la capacidad de celebrar la vida con los demás. ¡Cuánta gente en todo el mundo es materialmente rica, pero vive esclava de una soledad sin igual!
Pienso aquí en la soledad que experimentan tantas personas, jóvenes y adultas, de nuestras sociedades prósperas, pero a menudo tan anónimas. La Madre Teresa, que trabajaba entre los más pobres de los pobres, dijo una vez algo profético: «La soledad y la sensación de no ser amado es la pobreza más terrible».
Quizás nos hace bien preguntarnos para mí cuál es la pobreza más terrible. Cuál sería para mí el grado de pobreza mayor. Y si somos honestos nos vamos a dar cuenta de que la pobreza más grande que podemos tener es la soledad y la sensación de no ser amado. ¿Entienden?
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Combatir esta pobreza espiritual es una tarea a la que todos estamos llamados, y ustedes tienen un papel especial que desempeñar, porque exige un cambio importante en nuestras prioridades y opciones. Implica reconocer que lo más importante no radica en todas las cosas que tengo o puedo conquistar, sino a quién tengo para compartirlas.
No es tan importante focalizarse y cuestionarse para qué vivo, sino para quién vivo. Aprendan a hacerse esta pregunta: no para qué vivo, sino para quién vivo. Con quién comparto la vida. Las cosas son importantes pero las personas son imprescindibles; sin ellas nos deshumanizamos, perdemos rostro, nombre, y nos volvemos un objeto más, quizás el mejor de todos, pero objetos, y no somos objetos, somos personas.
El libro del Eclesiástico dice: «Un amigo fiel es un refugio seguro: el que lo encuentra ha encontrado un tesoro» (6,14). Por eso, es siempre importante preguntarse: «¿Para quién soy yo? Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 286). Para compartir con otros. No solo vivir la vida, sino compartir la vida. Compartir la vida.
Y esto es algo hermoso que ustedes pueden ofrecer a nuestro mundo. Los jóvenes tienen que dar algo al mundo. ¡Sean testigos de que la amistad social es posible! Esperanza en un futuro basado en la cultura del encuentro, la aceptación, la fraternidad y el respeto a la dignidad de cada persona, especialmente hacia los más necesitados de amor y comprensión. Sin necesidad de agredir o despreciar, sino aprendiendo a reconocer la riqueza de los demás.
Un pensamiento que nos puede ayudar: para mantenernos vivos físicamente, tenemos que respirar, es una acción que realizamos sin darnos cuenta. Todos respiramos automáticamente. Para mantenernos vivos en el sentido pleno y amplio de la palabra, necesitamos también aprender a respirar espiritualmente, a través de la oración y la meditación, en un movimiento interno, mediante el cual podemos escuchar a Dios, que nos habla en lo profundo de nuestro corazón.
Y también necesitamos de un movimiento externo, por el que nos acercamos a los demás con actos de amor y servicio. Este doble movimiento nos permite crecer y descubrir no sólo que Dios nos ha amado, sino que nos ha confiado a cada uno una misión, una vocación única y que la descubrimos en la medida en la que nos damos a los demás, a personas concretas.