¡Cuánto debemos aprender de ustedes, que en tantos de sus países o regiones son minorías, y a veces minorías ignoradas, obstaculizadas o perseguidas, y no por eso se dejan llevar o contaminar por el síndrome de inferioridad o la queja de no sentirse reconocidos! Van adelante, anuncian, siembran, rezan, esperan y no pierden la alegría.
Hermanos: «Unidos a Jesús, busquemos lo que Él busca, amemos lo que Él ama» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 267), y no tengamos miedo de hacer de sus prioridades nuestras prioridades. Ustedes saben muy bien lo que es una Iglesia pequeña en personas y en recursos, pero ardiente y con ganas de ser instrumento vivo del compromiso del Señor con todas las personas de sus pueblos y ciudades (cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1). Su compromiso por llevar adelante esa fecundidad evangélica anunciando el kerygma con obras y con palabras en los diferentes ámbitos donde los cristianos se encuentren, es un testimonio contundente.
Una Iglesia misionera sabe que su mejor palabra es dejarse transformar por la Palabra que da Vida, haciendo del servicio su nota definitiva. No somos nosotros quienes disponemos de la misión, y menos nuestras estrategias. Es el Espíritu el verdadero protagonista que a nosotros, pecadores perdonados, nos impulsa y nos envía continuamente a compartir este tesoro en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7); transformados por el Espíritu para transformar cada rincón donde nos toque estar. El martirio de la entrega cotidiana y tantas veces silenciosa dará los frutos que sus pueblos necesitan.
Esta realidad nos impulsa a desarrollar una espiritualidad muy particular. El pastor es una persona que, en primer lugar, ama entrañablemente a su pueblo, ama entrañablemente a su pueblo, conoce su idiosincrasia, sus debilidades y fortalezas. La misión es ciertamente amor por Jesucristo, pero al mismo tiempo es una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo ese amor que nos devuelve la dignidad y nos sostiene, y precisamente allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268).
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Recordemos que nosotros también somos parte de este pueblo, no somos los patrones, somos parte del pueblo, fuimos elegidos como servidores, no como dueños o amos. Esto significa que debemos acompañar a quienes servimos con paciencia y amabilidad, escuchándolos, respetando su dignidad, impulsando y valorando siempre sus iniciativas apostólicas.
No perdamos de vista que muchas de sus tierras fueron evangelizadas por laicos. No clericalicemos la misión, y mucho menos clericalicemos los laicos. Esos laicos tuvieron la posibilidad de hablar el dialecto de su gente, ejercicio simple y directo de inculturación no teórica ni ideológica, sino fruto del ardor por compartir a Cristo. El santo Pueblo fiel de Dios posee la unción del Santo que estamos llamados a reconocer, a valorar y a expandir. No perdamos esta gracia de ver a Dios actuando en medio de su pueblo, como lo hizo antes, lo hace ahora y lo seguirá haciendo.
Me viene una imagen que no estaba en el programa pero... El pequeño Samuel de noche. Dios respetó al viejo sacerdote, débil de carácter, lo dejaba ser, pero no le habló, le habló a un joven del pueblo, a un muchacho.
De manera particular los invito a que tengan siempre abierta la puerta para sus sacerdotes. Las puertas del corazón. No olvidemos que el prójimo más prójimo del obispo es el sacerdote. Estén cerca de ellos, escúchenlos, busquen acompañarlos en todas las situaciones que ellos enfrenten, especialmente cuando los vean desanimados o apáticos, que es la peor de las tentaciones del demonio, la apatía y el desánimo. Y esto háganlo no como jueces sino como padres, no como gerentes que se sirven de ellos, sino como auténticos hermanos mayores. Creen un clima donde exista la confianza para un diálogo sincero y abierto, buscando y pidiendo la gracia de tener la misma paciencia que el Señor tiene con cada uno de nosotros, ¡que es tanta!
Queridos hermanos: Sé que son múltiples los interrogantes que ustedes tienen que enfrentar en el seno de sus comunidades, tanto a diario como pensando en el porvenir. Nunca perdamos de vista que en ese futuro, tantas veces incierto como cuestionador, es precisamente el Señor mismo quien viene con la fuerza de la Resurrección transformando cada llaga, cada herida, en fuente de vida. Miremos el mañana con la certeza de que no estamos solos, no caminamos solos, no vamos solos, Él nos espera ahí invitándonos a reconocerlo principalmente en el partir el pan.
Supliquemos la intercesión del beato Nicolás y de tantos santos misioneros, para que nuestros pueblos sean renovados con esa misma unción. Puesto que están hoy aquí numerosos Obispos de Asia, aprovecho la ocasión para extender la bendición y mi cariño a todas sus comunidades y, de modo especial, a los enfermos y a todos aquellos que estén pasando por momentos de dificultad. Que el Señor los bendiga, cuide y acompañe siempre y a ustedes que los lleve de su mano y ustedes déjense llevar de la mano del Señor, no busquen otras manos. Y, por favor, no se olviden de rezar y hacer rezar por mí, porque todo lo que les dije a ustedes, me lo tengo que decir también a mi. Muchas gracias.