Agradezco la cálida bienvenida, así como sus palabras, querida Madre, que son como el eco de todas las monjas contemplativas de varios monasterios de este país. Les agradezco, queridas hermanas, por dejar por un momento la clausura, para manifestar su comunión conmigo y con la vida y misión de toda la iglesia, especialmente la de Madagascar.
Doy gracias por su presencia, por su fidelidad, por el testimonio luminoso de Jesucristo que ofrecen a la comunidad. En este país hay pobreza, es verdad, ¡pero también hay mucha riqueza! Rico en bellezas naturales, humanas y espirituales. Hermanas, ustedes también participan de esta belleza de Madagascar, de su gente y de la Iglesia, porque es la belleza de Cristo la que brilla en sus rostros y en sus vidas. Sí, gracias a ustedes, la Iglesia en Madagascar es aún más hermosa a los ojos del Señor y también a los ojos de todo el mundo.
Los tres salmos de la liturgia de hoy expresan la angustia del salmista en un momento de prueba y peligro. Permitanme detenerme en el primero, es decir sobre la parte del Salmo 119, el más largo del salterio, compuesto de ocho versos por cada letra del alfabeto hebreo. Sin duda su autor es un hombre de contemplación, alguien que sabe dedicarle tiempos largos y bellos a la oración. En el pasaje de hoy, la palabra que aparece varias veces y le da tonalidad a todo es "consumir", usada sobre todo en dos sentidos.
El orante se consume por el deseo del encuentro con Dios. Ustedes son testimonio vivo de ese deseo inextinguible en el corazón de todos los hombres. En medio de las múltiples ofertas que pretenden -pero no pueden- saciar el corazón, la vida contemplativa es la antorcha que lleva al único fuego perenne, «la llama de amor viva que tiernamente hiere» (san Juan de la Cruz). Ustedes representan «visiblemente la meta hacia la cual camina toda la comunidad eclesial que «se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, preanunciando de este modo la gloria celestial» (Const. ap. Vultum dei quaerere, 2).
Siempre estamos tentados de saciar el deseo de lo eterno con cosas efímeras. Nos vemos expuestos a mares embravecidos que sólo terminan ahogando la vida y el espíritu: «Como el marinero en alta mar necesita el faro que indique la ruta para llegar al puerto, así el mundo les necesita a ustedes. Sean faros, para los cercanos y sobre todo para los lejanos. Sean antorchas que acompañan el camino de los hombres y de las mujeres en la noche oscura del tiempo. Sean centinelas de la aurora (cf. Is 21,11-12) que anuncian la salida del sol (cf. Lc 1,78). Con su vida transfigurada y con palabras sencillas, rumiadas en el silencio, indiquen a Aquel que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Como Andrés a Simón, griten: "Hemos encontrado al Señor" (cf. Jn 1,40); como María de Magdala la mañana de la Resurrección, anuncien: "He visto al Señor" (Jn 20,18)» (ibíd., 6).
Pero también el salmo habla de otro consumir: el que se refiere a la intención de los malvados, de quienes quieren acabar con el justo; ellos lo persiguen, le ponen trampas y lo quieren hacer caer. Un monasterio siempre es un espacio donde llegan los dolores del mundo, los de su pueblo. Que sus monasterios, respetando su carisma contemplativo y sus constituciones, sean lugares de acogida y escucha, especialmente de las personas más infelices.