«Se trata de un nuevo pelagianismo, que nos conduce a poner la confianza en las estructuras administrativas y las organizaciones perfectas. Una excesiva centralización que, en vez de ayudarnos, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera (Evangelii Gaudium, 32)».
Lo que está en la base de esta tentación es pensar que, frente a tantos problemas y carencias, la mejor respuesta sería reorganizar las cosas, hacer cambios y especialmente "remiendos" que permitan poner en orden y en sintonía la vida de la Iglesia adaptándola a la lógica presente o la de un grupo particular. Por este camino pareciera que todo se soluciona y las cosas volverán a su cauce si la vida eclesial entrase en un "determinado" nuevo o antiguo orden que ponga fin a las tensiones propias de nuestro ser humanos y de las que el Evangelio quiere provocar.
Por ese camino la vida eclesial podría eliminar tensiones, estar "en orden y en sintonía" pero sólo provocaría, con el tiempo, adormecer y domesticar el corazón de nuestro pueblo y disminuir y hasta acallar la fuerza vital y evangélica que el Espíritu quiere regalar: «esto sería el pecado más grande de mundanidad y de espíritu mundano anti-evangélico».
Se tendría un buen cuerpo eclesial bien organizado y hasta "modernizado" pero sin alma y novedad evangélica; viviríamos un cristianismo "gaseoso" sin mordedura evangélica. «Hoy estamos llamados a gestionar el desequilibrio. Nosotros no podemos hacer algo bueno, evangélico si le tenemos miedo al desequilibrio». No podemos olvidar que hay tensiones y desequilibrios que tienen sabor a Evangelio y que son imprescindibles mantener porque son anuncio de vida nueva.
6. Por eso me parece importante no perder de vista lo que «la Iglesia enseñó reiteradas veces: no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa». Sin esta dimensión teologal, en las diversas innovaciones y propuestas que se realicen, repetiremos aquello mismo que hoy está impidiendo, a la comunidad eclesial, anunciar el amor misericordioso del Señor.
La manera que se tenga para asumir la situación actual será determinante de los frutos que posteriormente se desarrollarán. Por eso apelo a que se haga en clave teologal para que el Evangelio de la Gracia con la irrupción del Espíritu Santo sea la luz y guía para enfrentar estos desafíos. Cada vez que la comunidad eclesial intentó salir sola de sus problemas confiando y focalizándose exclusivamente en sus fuerzas o en sus métodos, su inteligencia, su voluntad o prestigio, terminó por aumentar y perpetuar los males que intentaba resolver.
El perdón y la salvación no es algo que tenemos que comprar «o que tengamos que adquirir con nuestras obras o esfuerzos. El Señor nos perdona y nos libera gratis. Su entrega en la Cruz es algo tan grande que nosotros no podemos ni debemos pagarlo, sólo tenemos que recibirlo con inmensa gratitud y con la alegría de ser tan amados antes aún de que pudiéramos imaginarlo».
El escenario presente no tiene el derecho de hacernos perder de vista que nuestra misión no se sostiene sobre previsiones, cálculos o encuestas ambientales alentadoras o desalentadoras ni a nivel eclesial ni a nivel político como económico o social. Tampoco sobre los resultados exitosos de nuestros planes pastorales. Todas estas cosas son importantes valorarlas, escucharlas, reflexionarlas y estar atentos, pero en sí no agotan nuestro ser creyente.
Nuestra misión y razón de ser radica en que «Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn. 3, 16). «Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin "fidelidad de la Iglesia a la propia vocación", cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo».
Por eso, la transformación a operarse no puede responder exclusivamente como reacción a datos o exigencias externas, como podrían ser el fuerte descenso de los nacimientos y el envejecimiento de las comunidades que no permiten visibilizar un recambio generacional. Causas objetivas y válidas pero que vistas aisladamente fuera del misterio eclesial favorecerían y estimularían una actitud reaccionaria (tanto positiva como negativa) ante los problemas.
La transformación verdadera responde y reclama también exigencias que nacen de nuestro ser creyentes y de la propia dinámica evangelizadora de la Iglesia, reclama la conversión pastoral. Se nos pide una actitud que buscando vivir y transparentar el evangelio rompa con «el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad».
La conversión pastoral nos recuerda que la evangelización debe ser nuestro criterio-guía por excelencia sobre el cual discernir todos los movimientos que estamos llamados a dar como comunidad eclesial; la evangelización constituye la misión esencial de la Iglesia.
7. Es necesario, por tanto, como bien lo señalaron vuestros pastores, recuperar el primado de la evangelización para mirar el futuro con confianza y esperanza porque, «evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad creyente, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor».
La evangelización, así vivida, no es una táctica de reposicionamiento eclesial en el mundo de hoy o un acto de conquista, dominio o expansión territorial; tampoco un "retoque" que la adapte al espíritu del tiempo pero que le haga perder su originalidad y profecía; como tampoco es la búsqueda para recuperar hábitos o prácticas que daban sentido en otro contexto cultural. No.
La evangelización es un camino discipular de respuesta y conversión en el amor a Aquel que nos amó primero (Cfr. 1 Jn. 4, 19); un camino que posibilite una fe vivida, experimentada, celebrada y testimoniada con alegría. La evangelización nos lleva a recuperar la alegría del Evangelio, la alegría de ser cristianos.
Es cierto, hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que se adapta, se transforma y siempre permanece, al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
La evangelización genera seguridad interior, una serenidad esperanzadora que brinda su satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros humanos. El mal humor, la apatía, la amargura, el derrotismo, así como la tristeza no son buenos signos ni consejeros; es más, hay veces que «la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar encerrado en sí mismo y uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios».
8. De ahí que nuestra preocupación principal debe rondar en como compartir esta alegría abriéndonos y saliendo a encontrar a nuestros hermanos principalmente aquellos que están tirados en el umbral de nuestros templos, en las calles, en cárceles y hospitales, plazas y ciudades.
El Señor fue claro: «busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6, 33). Salir a ungir con el espíritu de Cristo todas las realidades terrenas, en sus múltiples encrucijadas principalmente allí «donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades». Ayudar a que la Pasión de Cristo toque real y concretamente las múltiples pasiones y situaciones donde su Rostro sigue sufriendo a causa del pecado y la inequidad.
Pasión que pueda desenmascarar las viejas y nuevas esclavitudes que hieren al hombre y mujer especialmente hoy que vemos rebrotar discursos xenófobos y promueven una cultura basada en la indiferencia, el encierro, así como en el individualismo y la expulsión. Y, a su vez, sea la Pasión del Señor la que despierte en nuestras comunidades y, especialmente en los más jóvenes, la pasión por su Reino.
Esto nos pide «desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo».
Deberíamos, por tanto, preguntarnos qué cosa el Espíritu dice hoy a la Iglesia (Ap. 2, 7), reconocer los signos de los tiempos, lo cual no es sinónimo de adaptarse simplemente al espíritu del tiempo sin más (Rm. 12, 2). Todas estas dinámicas de escucha, reflexión y discernimiento tienen como objetivo volver a la Iglesia cada día más fiel, disponible, ágil y transparente para anunciar la alegría del Evangelio, base sobre la cual pueden ir encontrando luz y respuesta todas las cuestiones. Los desafíos están para ser superados. Debemos ser realistas pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!».
9. El Concilio Vaticano II marcó un importante paso en la toma de conciencia que la Iglesia tiene tanto de sí misma como de su misión en el mundo contemporáneo. Este camino iniciado hace más de cincuenta años nos sigue estimulando en su recepción y desarrollo y todavía no llegó a su fin, sobre todo, en relación a la sinodalidad llamada a operarse en los distintos niveles de la vida eclesial (parroquia, diócesis, en el orden nacional, en la Iglesia universal, como en las diversas congregaciones y comunidades).
Este proceso, especialmente en estos tiempos de fuerte tendencia a la fragmentación y polarización, reclama desarrollar y velar para que el 'Sensus Ecclesiae' también viva en cada decisión que tomemos y nutra todos los niveles. Se trata de vivir y de sentir con la Iglesia y en la Iglesia, lo cual, en no pocas situaciones, también nos llevará a sufrir en la Iglesia y con la Iglesia.
La Iglesia Universal vive en y de las Iglesias particulares, así como las Iglesias particulares viven y florecen en y de la Iglesia Universal, y si se encuentran separadas del entero cuerpo eclesial, se debilitan, marchitan y mueren. De ahí la necesidad de mantener siempre viva y efectiva la comunión con todo el cuerpo de la Iglesia, que nos ayuda a superar la ansiedad que nos encierra en nosotros mismos y en nuestras particularidades a fin de poder mirar a los ojos, escuchar o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino.
A veces esta actitud puede manifestarse en el mínimo gesto, como el del padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad. Esto no es sinónimo de no caminar, avanzar, cambiar e inclusive no debatir y discrepar, sino es simplemente la consecuencia de sabernos constitutivamente parte de un cuerpo más grande que nos reclama, espera y necesita y que también nosotros reclamamos, esperamos y necesitamos. Es el gusto de sentirnos parte del santo y paciente Pueblo fiel de Dios.
Los desafíos que tenemos entre manos, las diferentes cuestiones e interrogantes a enfrentar no pueden ser ignoradas o disimuladas: han de ser asumidas pero cuidando de no quedar atrapados en ellas, perdiendo perspectiva, limitando el horizonte y fragmentando la realidad. «Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad».
En este sentido el 'Sensus Ecclesiae' nos regala ese horizonte amplio de posibilidad desde donde buscar responder a las cuestiones que urgen y además nos recuerda la belleza del rostro pluriforme de la Iglesia. Rostro pluriforme no sólo desde una perspectiva espacial en sus pueblos, razas, culturas, sino también desde su realidad temporal que nos permite sumergirnos en las fuentes de la más viva y plena Tradición la cual tiene la misión de mantener vivo el fuego más que conservar las cenizas y permite a todas las generaciones volver a encender, con la asistencia del Espíritu Santo, el primer amor.
El 'Sensus Ecclesiae' nos libera de particularismos y tendencias ideológicas para hacernos gustar de esa certeza del Concilio Vaticano II, cuando afirmaba que la Unción del Santo (1 Jn. 2, 20 y 27) pertenece a la totalidad de los fieles. La comunión con el santo Pueblo fiel de Dios, portador de la Unción, mantiene viva la esperanza y la certeza de saber que el Señor camina a nuestro a lado y es Él quién sostiene nuestros pasos.
Un sano caminar juntos debe traslucir esta convicción buscando los mecanismos para que todas las voces, especialmente la de los más sencillos y humildes, tengan espacio y visibilidad. La Unción del Santo que ha sido derramada a todo el cuerpo eclesial «reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición y distribuye sus dones a cada uno según quiere (1 Cor 12, 11).
Con esos dones hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común (1 Cor. 12, 7)». Esto nos ayuda a estar atentos a esa antigua y siempre nueva tentación de los promotores del gnosticismo que, queriendo hacerse un nombre proprio y expandir su doctrina y fama, buscaban decir algo siempre nuevo y distinto de lo que la Palabra de Dios les regalaba.
Es lo que san Juan describe con el término proagon, el que se adelanta, el avanzado (2 Jn v. 9) y que pretende ir más allá del nosotros eclesial que preserva de los excesos que atentan a la comunidad.
10. Por tanto, velen y estén atentos ante toda tentación que lleve a reducir el Pueblo de Dios a un grupo ilustrado que no permita ver, saborear y agradecer esa santidad desparramada y que vive «en el pueblo de Dios paciente: en los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo... En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante.
Muchas veces la santidad "de la puerta de al lado", de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios». Esa es la santidad que protege y reguardó siempre a la Iglesia de toda reducción ideológica cientificista y manipuladora. Santidad que evoca, recuerda e invita a desarrollar ese estilo mariano en la actividad misionera de la Iglesia capaz de articular la justicia con la misericordia, la contemplación con la acción, la ternura con la convicción.
«Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes que no necesitan maltratar a otros para sentirse importante».
En mi tierra natal, existe un sugerente y potente dicho que puede iluminar: «los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera; tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean los devoran los de afuera». Hermanos y hermanas cuidémonos unos a otros y estemos atentos a la tentación del padre de la mentira y la división, al maestro de la separación que, impulsando buscar un aparente bien o respuesta a una situación determinada, termina fragmentando de hecho el cuerpo del santo Pueblo fiel de Dios.
Como cuerpo apostólico caminemos y caminemos juntos, escuchándonos bajo la guía del Espíritu Santo, aunque no pensemos igual, desde la sapiente convicción que «la Iglesia, con el correr de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que en ella se consumen las palabras de Dios».
11. La perspectiva sinodal no cancela los antagonismos o perplejidades, ni los conflictos quedan supeditados a resoluciones sincretistas de "buen consenso" o resultantes de la elaboración de censos o encuestas sobre tal o cual tema. Eso sería muy reductor.
La sinodalidad, con el trasfondo y centralidad de la evangelización y del 'Sensus Ecclesiae' como elementos determinantes de nuestro ADN eclesial, reclama asumir conscientemente un modo de ser Iglesia donde «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas... Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos... Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia».
12. Esto requiere en todo el Pueblo de Dios, y especialmente en sus pastores, un estado de vigilia y conversión que permitan mantener vivas y operantes estas realidades. Vigilia y conversión son dones que sólo el Señor nos puede regalar. A nosotros nos basta pedir su gracia por medio de la oración y el ayuno.
Siempre me impresionó cómo durante la vida, especialmente en los momentos de las grandes decisiones, el Señor fue particularmente tentado. La oración y el ayuno tuvieron un lugar especial como determinante de todo su accionar posterior (Cfr. Mt. 4, 1-11).
La sinodalidad tampoco puede escapar a esta lógica, y tiene que ir siempre acompañada de la gracia de la conversión para que nuestro accionar personal y comunitario pueda representar y asemejarse cada vez más al de la kénosis de Cristo (cfr. Fil 2, 1- 11). Hablar, actuar y responder como Cuerpo de Cristo significa también hablar y actuar a la manera de Cristo con sus mismos sentimientos, trato y prioridad.
Por tanto, la gracia de la conversión, siguiendo el ejemplo del Maestro que «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor» (Fil. 2, 7), nos libra de falsos y estériles protagonismos, nos desinstala de la tentación de permanecer en posiciones protegidas y acomodadas y nos invita a ir a las periferias para encontrarnos y escuchar mejor al Señor.
Esta actitud de kénosis nos permite también experimentar la fuerza creativa y siempre rica de la esperanza que nace de la pobreza evangélica a la que estamos llamados, la cual nos hace libres para evangelizar y testimoniar. Así permitimos al Espíritu refrescar y renovar nuestra vida librándola de esclavitudes, inercias y conveniencias circunstanciales que impiden caminar y especialmente adorar.
Porque al adorar, el hombre cumple su deber supremo y es capaz de vislumbrar la claridad venidera, esa que nos ayuda a saborear la nueva creación.
Sin esta dimensión corremos el riesgo de partir desde nosotros mismos o del afán de autojustificación y autopreservación que nos llevará a realizar cambios y arreglos pero a mitad de camino, los cuales, lejos de solucionar los problemas, terminarán enredándonos en un espiral sin fondo que mata y asfixia el anuncio más hermoso, liberador y promitente que tenemos y que da sentido a nuestra existencia: Jesucristo es el Señor.
Necesitamos oración, penitencia y adoración que nos pongan en situación de decir como el publicano: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (Lc. 18, 13); no como actitud mojigata, pueril o pusilánime sino con la valentía para abrir la puerta y ver lo que normalmente queda velado por la superficialidad, la cultura del bienestar y la apariencia.
En el fondo, estas actitudes, verdaderas medicinas espirituales (la oración, la penitencia y la adoración) permitirán volver a experimentar que ser cristiano es saberse bienaventurado y, por tanto, portador de bienaventuranza para los demás; ser cristiano es pertenecer a la Iglesia de las bienaventuranzas para los bienaventurados de hoy: los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los odiados, excluidos e insultados (cfr. Lc. 6, 20-23).
No nos olvidemos que «en las bienaventuranzas el Señor nos indica el camino. Caminándolas podemos arribar a la felicidad más auténticamente humana y divina. Las bienaventuranzas, son el espejo en donde mirarnos, lo que nos permite saber si estamos caminando sobre un sendero justo: es un espejo que no miente».
13. Queridos hermanos y hermanas, sé de vuestra constancia y de lo que han sufrido y sufren sin desfallecer por el nombre del Señor; sé también de vuestro deseo y ganas de reavivar eclesialmente el primer amor (cfr. Ap. 2, 1-5) con la fuerza del Espíritu, que no rompe la caña quebrada ni apaga la mecha que arde débilmente (Cfr. Is. 42,3), para que nutra, vivifique y haga florecer lo mejor de vuestro pueblo.
Quiero caminar y caminar a vuestro lado con la certeza de que, si el Señor nos consideró dignos de vivir esta hora, no lo hizo para avergonzarnos o paralizarnos frente a los desafíos sino para dejar que su Palabra vuelva, una vez más, a provocar y hacer arder el corazón como lo hizo con vuestros padres, para que vuestros hijos e hijas tengan visiones y vuestros ancianos vuelvan a tener sueños proféticos (Cfr. Joel 3, 1).
Su amor «nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la Resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!».
Y, por favor, les pido que recen por mí.
Vaticano, 29 de junio de 2019.
FRANCISCO
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