El secularismo creciente, cuando se hace rechazo positivo y cultural de la activa paternidad de Dios en nuestra historia, impide toda auténtica fraternidad universal, que se expresa en el respeto recíproco de la vida de cada uno. Sin el Dios de Jesucristo, toda diferencia se reduce a una amenaza infernal haciendo imposible cualquier acogida fraterna y la unidad fecunda del género humano.
El destino universal de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo condujo a Benedicto XV a exigir la superación de toda clausura nacionalista y etnocéntrica, de toda mezcla del anuncio del Evangelio con las potencias coloniales, con sus intereses económicos y militares. En su Carta apostólica Maximum illud, el Papa recordaba que la universalidad divina de la misión de la Iglesia exige la salida de una pertenencia exclusiva a la propia patria y a la propia etnia.
La apertura de la cultura y de la comunidad a la novedad salvífica de Jesucristo requiere la superación de toda introversión étnica y eclesial impropia. También hoy la Iglesia sigue necesitando hombres y mujeres que, en virtud de su bautismo, respondan generosamente a la llamada a salir de su propia casa, su propia familia, su propia patria, su propia lengua, su propia Iglesia local.
Ellos son enviados a las gentes en el mundo que aún no está transfigurado por los sacramentos de Jesucristo y de su santa Iglesia. Anunciando la Palabra de Dios, testimoniando el Evangelio y celebrando la vida del Espíritu llaman a la conversión, bautizan y ofrecen la salvación cristiana en el respeto de la libertad personal de cada uno, en diálogo con las culturas y las religiones de los pueblos donde son enviados.
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La missio ad gentes, siempre necesaria en la Iglesia, contribuye así de manera fundamental al proceso de conversión permanente de todos los cristianos. La fe en la pascua de Jesús, el envío eclesial bautismal, la salida geográfica y cultural de sí y del propio hogar, la necesidad de salvación del pecado y la liberación del mal personal y social exigen que la misión llegue hasta los últimos rincones de la tierra.
La coincidencia providencial con la celebración del Sínodo especial de los obispos para la región Panamazónica me lleva a destacar que la misión confiada por Jesús, con el don de su espíritu, sigue siendo actual y necesaria también para los habitantes de esas tierras. Un Pentecostés renovado abre las puertas de la Iglesia para que ninguna cultura permanezca cerrada en sí misma y ningún pueblo se quede aislado, sino que se abran a la comunión universal de la fe.
Que nadie se quede encerrado en el propio yo, en la autorreferencialidad de la propia pertenencia étnica y religiosa. La pascua de Jesús rompe los estrechos límites de mundos, religiones y culturas, llamándolos a crecer en el respeto por la dignidad del hombre y de la mujer, hacia una conversión cada vez más plena a la verdad del Señor resucitado que nos da a todos la vida verdadera.
A este respecto, me vienen a la mente las palabras del papa Benedicto XVI al comienzo del encuentro de obispos latinoamericanos en Aparecida, Brasil, en el año 2007, palabras que deseo aquí recordar y hacer mías: «¿Qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe?
Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente.
Ha significado también haber recibido, con las aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. [...] El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura. La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso.