Beatitud, venerables Metropolitas y Obispos del Santo Sínodo: Cristos a înviat! [¡Cristo ha resucitado!] La resurrección del Señor es el corazón del anuncio apostólico, transmitido y custodiado por nuestras Iglesias. El día de Pascua, los Apóstoles se regocijaron al ver al Resucitado (cf. Jn 20,20). En este tiempo de Pascua, también yo me regocijo al contemplar un reflejo de él en vuestros rostros, queridos Hermanos. Hace veinte años, ante este Santo Sínodo, el papa Juan Pablo II dijo: «he venido a contemplar el rostro de Cristo grabado en vuestra Iglesia; he venido a venerar este rostro sufriente, prenda de una nueva esperanza» (Discurso al Patriarca Teoctist y al Santo Sínodo, 8 mayo 1999: Insegnamenti XXII,1 [1999], 938). También yo he venido aquí, peregrino deseoso de ver el Rostro del Señor en el rostro de los hermanos; y, mirándoos, os agradezco de corazón vuestra acogida.
Los lazos de fe que nos unen se remontan a los Apóstoles, testigos del Resucitado, en particular al vínculo que unía Pedro a Andrés, que según la tradición trajo la fe a estas tierras. Hermanos de sangre (cf. Mc 1,16-18), lo fueron también, de manera excepcional, al derramar la sangre por el Señor. Ellos nos recuerdan que hay una fraternidad de la sangre que nos precede, y que, como una silenciosa corriente vivificante nunca ha dejado de irrigar y sostener nuestro caminar a lo largo de los siglos.
Aquí -como en tantos otros lugares actuales- habéis experimentado la Pascua de muerte y resurrección: muchos hijos e hijas de este país, de diferentes Iglesias y comunidades cristianas, han sufrido el viernes de la persecución, han atravesado el sábado del silencio, han vivido el domingo del renacimiento. ¡Cuántos mártires y confesores de la fe! Muchos, de confesiones distintas y en tiempos recientes, han estado en prisión uno al lado del otro apoyándose mutuamente. Su ejemplo está hoy ante nosotros y ante las nuevas generaciones que no han conocido aquellas dramáticas condiciones. Aquello por lo que han sufrido, hasta el punto de ofrecer sus vidas, es una herencia demasiado valiosa para que sea olvidada o mancillada. Y es una herencia común que nos llama a no distanciarnos del hermano que la comparte. Unidos a Cristo en el sufrimiento y el dolor, unidos por Cristo en la Resurrección para que «también nosotros llevemos una vida nueva» (Rm 6,4).
Beatitud, querido Hermano: Hace veinte años, el encuentro entre nuestros predecesores fue un regalo pascual, un evento que contribuyó no sólo al resurgir de las relaciones entre ortodoxos y católicos en Rumania, sino también al diálogo entre católicos y ortodoxos en general. Aquel viaje, que un obispo de Roma realizaba por primera vez a un país de mayoría ortodoxa, allanó el camino para otros eventos similares. Me gustaría dirigir un pensamiento de grata memoria al Patriarca Teoctist. Cómo no recordar el grito espontáneo "Unitate, unitate", que se elevó aquí en Bucarest en aquellos días. Fue un anuncio de esperanza que surgió del Pueblo de Dios, una profecía que inauguró un tiempo nuevo: el tiempo de caminar juntos en el redescubrimiento y el despertar de la fraternidad que ya nos une.
Caminar juntos con la fuerza de la memoria. No la memoria de los males sufridos e infligidos, de juicios y prejuicios, que nos encierran en un círculo vicioso y conducen a actitudes estériles, sino la memoria de las raíces: los primeros siglos en los que el Evangelio, anunciado con parresia y espíritu de profecía, encontró e iluminó a nuevos pueblos y culturas; los primeros siglos de los mártires, los Padres y confesores de la fe, de la santidad vivida y testimoniada cotidianamente por tantas personas sencillas que comparten el mismo Cielo. Gracias a Dios, nuestras raíces son sanas y sólidas y, aunque su crecimiento ha sido afectado por las tortuosidades y las dificultades del tiempo, estamos llamados, como el salmista, a recordar con gratitud todo lo que el Señor ha realizado en nosotros, a elevar hacia él un himno de alabanza mutua (cf. Sal 77,6.12-13). El recuerdo de los pasos que hemos dado juntos nos anima a continuar hacia el futuro siendo conscientes -ciertamente- de las diferencias, pero sobre todo con la acción de gracias por un ambiente familiar que hay que redescubrir, con la memoria de comunión que tenemos que reavivar y que, como una lámpara, dé luz a los pasos de nuestro camino.
Caminar juntos a la escucha del Señor. Nos sirve de ejemplo lo que el Señor hizo el día de Pascua, cuando caminaba con los discípulos hacia Emaús. Ellos discutían de lo que había sucedido, de sus inquietudes, dudas e interrogantes. El Señor los escuchó pacientemente y con toda franqueza conversó con ellos ayudándolos a entender y discernir lo que había sucedido (cf. Lc 24,15-27).