El 20 de mayo del año 325, un día como hoy hace casi 1.700 años, se inició el Concilio de Nicea en el que nació el Credo Niceno-Constantinopolitano, una declaración de fe que también respondió a la herejía del arrianismo, que planteaba que Jesucristo era un Dios inferior.
El Credo o Símbolo Niceno-constantinopolitano es una declaración dogmática de los contenidos de la fe cristiana, promulgada en el Concilio de Nicea y ampliado en el Concilio de Constantinopla del año 381.
En el libro 50 preguntas sobre Jesucristo y la Iglesia, elaborado por un grupo de profesores de la Universidad de Navarra (España), se explica que el Concilio de Nicea es el primer concilio ecuménico, "es decir, universal, en cuanto participaron obispos de todas las regiones donde había cristianos. Tuvo lugar cuando la Iglesia pudo disfrutar de una paz estable y disponía de libertad para reunirse abiertamente".
Se desarrolló del 20 de mayo al 25 de julio del año 325 y contó con la colaboración del emperador Constantino. El emperador, "tras haber logrado con su victoria contra Licinio en el año 324 la reunificación del Imperio, también deseaba ver unida a la Iglesia, que en esos momentos estaba sacudida por la predicación de Arrio, un sacerdote que negaba la verdadera divinidad de Jesucristo", según describe el Opus Dei.
De acuerdo a la Enciclopedia Católica el arrianismo (doctrina de Arrio) “describía al Hijo como segundo, o Dios inferior… Sólo Dios era sin principio, no creado; el Hijo era creado, y alguna vez no había existido”.
Entre los padres conciliares estaba Alejandro de Alejandría, ayudado por el entonces diácono Atanasio, quien llegaría a ser obispo, y declarado santo después de su muerte. Este último sería esencial en la lucha contra la herejía de Arrio.