Todos, repito, no sólo los creyentes. Si por el hecho de su encarnación el Hijo de Dios se hizo hombre y se unió a toda la humanidad, por el modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno de los pobres y rechazados, ha abrazado su causa. Él mismo se ha encargado de asegurárnoslo cuando solemnemente afirmó que lo que hicimos por el hambriento, el desnudo, el preso, el exiliado, se lo hicimos a él y lo que omitimos hacérselo a ellos no se lo hicimos a Él (cf. Mt 25, 31-46).
Pero no podemos detenernos aquí. Si Jesús solo tuviera esto que decir a los desheredados del mundo, no sería más que uno entre ellos, un ejemplo de dignidad en la desventura y nada más. Más aún, sería una prueba ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es conocida la reacción indignada de Iván, el hermano rebelde de los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona a Jesús: «¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me había olvidado de él: y más aún, me maravillaba, mientras se discutía, cómo era posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que comúnmente, en los debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él ante que cualquier otra cosa»[3] .
Efectivamente, el Evangelio no se detiene aquí; dice también otra cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado! En él se produjo un vuelco total de las partes: el vencido se ha convertido en vencedor, el juzgado se ha convertido en el juez, «la piedra descartada por los arquitectos se ha convertido en piedra angular» (cf. Hch 4,11). La última palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la opresión. Jesús no ha devuelto sólo una dignidad a los desheredados del mundo; ¡les ha dado una esperanza!
En los tres primeros siglos de la Iglesia la celebración de la Pascua no estaba distribuida como ahora, en varios días: Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado en un solo día. En la Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la resurrección. Más concretamente, ni la muerte ni la resurrección se conmemoraban como hechos distintos y separados; se conmemoraba, más bien, el tránsito de Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La palabra «Pascua» (pasech) significa tránsito: paso del pueblo hebreo de la esclavitud a la libertad, tránsito de Cristo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1) y tránsito, del pecado a la gracia, de los creyentes en él.
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Es la fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el comienzo y la promesa del único cambio pleno totalmente justo e irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos, pertenecientes a distintas formas de esclavitud todavía en curso en nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!
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La cruz contiene también un mensaje para aquellos que están en la otra orilla: para los poderosos, los fuertes, los que se sienten tranquilos en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como siempre, de amor y de salvación, no de odio o venganza. Les recuerda que al final están vinculados al mismo destino de todos; que débiles y poderosos, inermes y tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a los mismos límites humanos. La muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de cada uno, colgada de un hilo. Pone en guardia contra el peor mal para el hombre que es la ilusión de la omnipotencia. No hay que ir demasiado para atrás en el tiempo, basta repensar la historia reciente para darnos cuenta de lo frecuente que es este peligro y a cuántas personas y pueblos lleva a la catástrofe.
La Escritura tiene palabras de sabiduría eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:
«Aprended, gobernantes de toda la tierra...
los poderosos serán examinados con rigor» (Sab 6,1.6).