Tuvieron que engullirse las llamas el alma francesa para recordarnos que las catedrales siguen siendo uno de los mejores evangelizadores, y que Francia fue alguna vez considerado como "el país más cristiano".
Sin embargo, el lunes de Semana Santa, la joya de aquel alguna vez (y, predigo, futuro) país católico, la Catedral de Notre Dame –personaje tan central para Víctor Hugo como Esmeralda y Cuasimodo, más icónico de todo lo que París añadió a su paisaje urbano en los 850 años desde que fue construida, y tan duradera que sobrevivió a las ceremonias del Culto al Ser Supremo de Robespierre en la Revolución Francesa, atestiguó el imperio de Napoleón y se mantuvo de pie cuando los nazis ocuparon París– aún estaba evangelizando mientras ardía, como Juana de Arco antes que ella, como los mártires.
Nos estaba recordando que el mundo aún necesita a la Iglesia, porque aún necesita a Dios.
La angustia por el incendio de Notre Dame fue sentida por muchos, amada como era no solo por los católicos parisinos en la Arquidiócesis de París que llamaban hogar a la catedral, sino por los admiradores de diferentes orígenes de todo el mundo.
Todos ellos miraban a Notre Dame y se estremecían ante su magnificencia, la envergadura de la ambición humana y su logro, el peso de la historia. Hasta el 15 de abril, se arrodillaban ante uno de los más gloriosos santuarios del mundo para honrar la presencia real de Jesucristo.
La angustia colectiva de la humanidad dolida por la chocante desintegración interior de la catedral, mientras la aguja se derrumbaba, mientras la columna de humo flotaba sobre París en esa tarde de primavera, sugería algo metafísico: en la semana que conmemora la Pasión de Cristo, una conciencia de la pérdida de algo precioso colgaba sobre París y más allá. Al ver la nave del símbolo de París convertida en cenizas somos vencidos con el temido, muy humano sentimiento de que simplemente no somos capaces de apreciar completamente lo que tenemos hasta que es demasiado tarde.