Nos decían los padres sinodales: por constricción o falta de alternativas se encuentran sumergidos en situaciones altamente conflictivas y de no rápida solución: violencia doméstica, feminicidios -qué plaga que vive nuestro continente en este sentido-, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, explotación sexual de menores y de no tan menores, etc., y duele constatar que en la raíz de muchas de estas situaciones se encuentra una experiencia de orfandad fruto de una cultura y una sociedad que se fue "desmadrando". Sin madre, los dejó huérfanos.
Hogares resquebrajados tantas veces por un sistema económico que no tiene como prioridad las personas y el bien común y que hizo de la especulación "su paraíso" desde donde seguir "engordando" sin importar a costa de quién. Así nuestros jóvenes sin hogar, sin familia, sin comunidad, sin pertenencia, quedan a la intemperie del primer estafador.
No nos olvidemos que «el verdadero dolor que sale del hombre, pertenece en primer lugar a Dios» (Georges Bernanos, Diario de un cura rural, 74). No separemos lo que Él ha querido unir en su Hijo. El mañana exige respetar el presente dignificando y empeñándose en valorar las culturas de vuestros pueblos. En esto también se juega la dignidad: en la autoestima cultural. Vuestros pueblos no son el "patio trasero" de la sociedad ni de nadie. Tienen una historia rica que ha de ser asumida, valorada y alentada. Las semillas del Reino fueron plantadas en estas tierras. Estamos obligados a reconocerlas, cuidarlas y custodiarlas para que nada de lo bueno que Dios plantó se seque por intereses espurios que por doquier siembran corrupción y crecen con la expoliación de lo más pobres. Cuidar las raíces es cuidar el rico patrimonio histórico, cultural y espiritual que esta tierra durante siglos ha sabido "mestizar". Empéñense y levanten la voz contra la desertificación cultural y espiritual de vuestros pueblos, que provoca una indigencia radical ya que deja sin esa indispensable inmunidad vital que sostiene la dignidad en los momentos de mayor dificultad.
Los felicito por la iniciativa de que esta Jornada Mundial de la Juventud haya comenzando con la Jornada de la Juventud Indígena en David y con la Jornada de la Juventud de origen africano. Es un primer paso para hacer ver ese plurifacetismo de nuestros pueblos.
En la última carta pastoral, ustedes afirmaban: «Últimamente nuestra región ha sido impactada por la migración hecha de manera nueva, por ser masiva y organizada, y que ha puesto en evidencia los motivos que hacen una migración forzada y los peligros que conlleva para la dignidad de la persona humana» (SEDAC, Mensaje al Pueblo de Dios y a todas las personas de buena voluntad, 30 noviembre 2018).
Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien mayor para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor. En esto no basta solo la denuncia, sino que debemos también anunciar concretamente una "buena noticia". La Iglesia, gracias a su universalidad, puede ofrecer esa hospitalidad fraterna y acogedora para que las comunidades de origen y las de destino dialoguen y contribuyan a superar miedos y recelos, y consoliden los lazos que las migraciones, en el imaginario colectivo, amenazan con romper. "Acoger, proteger, promover e integrar" a los pueblos pueden ser los cuatro verbos con los que la Iglesia, en esta situación migratoria, conjugue su maternidad en el hoy de la historia (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 147).
El Vicario General de París, Mons. Benoist de Sinety, acaba de sacar un libro que tiene como subtítulo "Acoger a los migrantes", un llamado al coraje. Una joya ese libro. Él está aquí en la jornada.
Todos los esfuerzos que puedan realizar tendiendo puentes entre comunidades eclesiales, parroquiales, diocesanas, así como por medio de las conferencias episcopales serán un gesto profético de la Iglesia que en Cristo es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Const. dogm. Lumen gentium, 1). Así la tentación de quedarnos en la sola denuncia se disipa y se hace anuncio de la Vida nueva que el Señor nos regala.
Recordemos la exhortación de San Juan: «Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,17-18).
Todas estas situaciones plantean preguntas, son situaciones que nos llaman a la conversión, a la solidaridad y a una acción educativa incisiva en nuestras comunidades. No podemos quedar indiferentes (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 41-44). El mundo descarta, el espíritu del mundo descarta, lo sabemos y padecemos; la kénosis de Cristo no, la hemos experimentado y la seguimos experimentando en propia carne por el perdón y la conversión. Esta tensión nos obliga a preguntarnos continuamente: ¿dónde queremos pararnos?
La kénosis de Cristo es sacerdotal
Es conocida la amistad y el impacto que generó el asesinato del P. Rutilio Grande en la vida de Mons. Romero. Fue un acontecimiento que marcó a fuego su corazón de hombre, sacerdote y pastor. Romero no era un administrador de recursos humanos, no gestionaba personas ni organizaciones, Romero sentía con amor de padre, amigo y hermano. Una vara un poco alta, pero vara al fin para evaluar nuestro corazón episcopal, una vara ante la cual podemos preguntarnos: ¿Cuánto me afecta la vida de mis curas? ¿Cuánto soy capaz de dejarme impactar por lo que viven, por llorar sus dolores, así como festejar y alegrarme con sus alegrías? El funcionalismo y clericalismo eclesial -tan tristemente extendido, que representa una caricatura y una perversión del ministerio- empieza a medirse por estas preguntas. No es cuestión de cambios de estilos, maneras o lenguajes -todo importante ciertamente- sino sobre todo es cuestión de impacto y capacidad de que nuestras agendas episcopales tengan espacio para recibir, acompañar y sostener a nuestros curas, tengan "espacio real" para ocuparnos de ellos. Eso hace de nosotros padres fecundos.
En ellos normalmente recae de modo especial la responsabilidad de que este pueblo sea el pueblo de Dios. Ellos están en la línea de fuego. Ellos llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12), están expuestos a un sinfín de situaciones diarias que los pueden dejar más vulnerables y, por tanto, necesitan también de nuestra cercanía, de nuestra comprensión y aliento, ellos necesitan de nuestra paternidad. El resultado del trabajo pastoral, la evangelización en la Iglesia y la misión no se basa en la riqueza de los medios y recursos materiales, ni en la cantidad de eventos o actividades que realicemos sino en la centralidad de la compasión: uno de los grandes distintivos que como Iglesia podemos ofrecer a nuestros hermanos.
Me preocupa cómo la compasión ha perdido centralidad en la Iglesia o se está perdiendo para no ser tan pesimista, incluso en medios de comunicación católicos la compasión no está. Existe la condena, el ensañamiento, la valoración de sí mismo, la denuncia de la herejía. Que no se pierda en nuestra iglesia la compasión y que no se pierda en el obispo la centralidad de la compasión.
La kénosis de Cristo es la expresión máxima de la compasión del Padre. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de la compasión, y eso empieza por casa. Siempre es bueno preguntarnos como pastores: ¿Cuánto impacta en mí la vida de mis sacerdotes? ¿Soy capaz de ser padre o me consuelo con ser mero ejecutor? ¿Me dejo incomodar? Recuerdo las palabras de Benedicto XVI al inicio de su pontificado hablándole a sus compatriotas: «Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad con Él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica» (Benedicto XVI, Discurso a los peregrinos alemanes, 25 abril 2005).
El obispo tiene que crecer todos los días en la capacidad de dejarse incomodar, ser vulnerable a su pueblo. Estoy pensando en uno, de una diócesis grande, muy trabajador. Tenía audiencia en las mañanas. Era bastante frecuente que no veía la hora de ir a comer y había los curas que lo estaban allí esperando, así que volvía atrás y los atendía. Dejarse incomodar y dejar que el fideo se pase y la chuleta se enfríe. Dejarse incomodar por los curas.
Sabemos que nuestra labor, en las visitas y encuentros que realizamos ―sobre todo en las parroquias― tiene una dimensión y componente administrativo que es necesario desarrollar. Asegurar que se haga, sí, pero eso no es ni será sinónimo de que seamos nosotros quienes tengamos que utilizar el escaso tiempo en tareas administrativas. En las visitas, lo fundamental y lo que no podemos delegar es "el oído". Hay muchas cosas que hacemos a diario que deberíamos confiarlas a otros. Lo que no podemos encomendar, en cambio, es la capacidad de escuchar, la capacidad de seguir la salud y vida de nuestros sacerdotes. No podemos delegar en otros la puerta abierta para ellos. Puerta abierta que cree condiciones que posibiliten la confianza más que el miedo, la sinceridad más que la hipocresía, el intercambio franco y respetuoso más que el monólogo disciplinador.
Recuerdo esas palabras del Beato Rosmini, acusado de hereje, hoy beato: «No hay duda de que solo los grandes hombres pueden formar a otros grandes hombres […]. En los primeros siglos, la casa del obispo era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su prelado, resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en asiduas ocupaciones pastorales. Y así se veía crecer a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros» (Antonio Rosmini, Las cinco llagas de la santa Iglesia, 63).
Es importante que el cura encuentre al padre, al pastor en el que "mirarse" y no al administrador que quiere "pasar revista de las tropas". Es fundamental que, con todas las cosas en las que discrepamos e inclusive los desacuerdos y discusiones que puedan existir (y es normal y esperable que existan), los curas perciban en el obispo a un hombre capaz de jugarse y dar la cara por ellos, de sacarlos adelante y ser mano tendida cuando están empantanados. Un hombre de discernimiento que sepa orientar y encontrar caminos concretos y transitables en las distintas encrucijadas de cada historia personal.
Cuando estaba en Argentina a veces escuchaba gente que decía "el cura no"; y la secretaria del obispo tenía la agenda llena. "Llame dentro de veinte días", "quiero ver al obispo", "no se puede, no puede ver al obispo", "quería consultarle". Esto es no un consejo sino algo del corazón. Si tiene la agenda llena, bendito sea Dios, porque así van a comer el pan. Si ven un llamado de un cura, a más tardar llamenlo al dia siguiente. Lo llaman y le pregunta si puede esperar, desde ese momento el cura sabrá que el obispo es padre.
La palabra autoridad etimológicamente viene de la raíz latina "augere" que significa aumentar, promover, hacer progresar. La autoridad en el pastor radica especialmente en ayudar a crecer, en promover a sus presbíteros, más que en promoverse a sí mismo -eso lo hace un solterón, no un padre-. La alegría del padre/pastor es ver que sus hijos crecieron y fueron fecundos. Hermanos, que esa sea nuestra autoridad y el signo de nuestra fecundidad.
La kénosis de Cristo es pobre
Sentir con la Iglesia es sentir con el pueblo fiel, el pueblo sufriente y esperanzador de Dios. Es saber que nuestra identidad ministerial nace y se entiende a la luz de esta pertenencia única y constituyente de nuestro ser. En este sentido quisiera recordar con ustedes lo que San Ignacio nos escribía a los jesuitas: «la pobreza es madre y muro», engendra y contiene. Madre porque nos invita a la fecundidad, a la generatividad, a la capacidad de donación que sería imposible en un corazón avaro o que busca acumular. Y muro porque nos protege de una de las tentaciones más sutiles que enfrentamos los consagrados, la mundanidad espiritual: ese revestir de valores religiosos y "piadosos" el afán de poder y protagonismo, la vanidad e incluso el orgullo y la soberbia. Muro y madre que nos ayuden a ser una Iglesia que sea cada vez más libre porque está centrada en la kénosis de su Señor. Una Iglesia que no quiere que su fuerza esté -como decía Mons. Romero- en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se desprende con nobleza para caminar únicamente tomada de los brazos del crucificado, que es su verdadera fortaleza. Y esto se traduce en signos concretos, en signos evidentes, esto nos cuestiona e impulsa a un examen de conciencia sobre nuestras opciones y prioridades en el uso de los recursos, influencias y posicionamientos. La pobreza es madre y muro porque custodia sobre todo nuestro corazón para que no se deslice en concesiones y compromisos que debilitan la libertad y la parresía a la que el Señor nos llama.
Hermanos, antes de terminar pongámonos bajo el manto de la Virgen y recemos juntos para que ella custodie nuestro corazón de pastores y nos ayude a servir mejor al Cuerpo de su Hijo, el santo Pueblo fiel de Dios que camina, vive y reza aquí en Centroamérica.
Recémosle a la Madre… Ave María
Que Jesús los bendiga y la Virgen María los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí para que cumpla todo lo que dije. Muchas gracias.
**
[1] Quiero hacer presente la memoria de pastores que, movidos por su celo pastoral y su amor a la Iglesia, dieron vida a este organismo eclesial, como Monseñor Luis Chávez y González, arzobispo de San Salvador, y Monseñor Víctor Sanabria, arzobispo de San José de Costa Rica, entre otros.
Dona a ACI Prensa
Si decides ayudarnos, ten la certeza que te lo agradeceremos de corazón.
Donar