La conciencia personal y comunitaria de nuestros límites nos recuerda, como dijo San Juan XXIII que «la autoridad no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior»3 y por tanto no puede aislarse en su discernimiento y en la búsqueda del bien común. Una fe y una conciencia despojada de la instancia comunitaria, como si fuese un «trascendental kantiano», poco a poco termina anunciando «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo» y presentará una falsa y peligrosa oposición entre el ser personal y el ser eclesial, entre un Dios puro amor y la carne entregada de Jesucristo. Es más, se puede correr el riesgo de terminar haciendo de Dios un «ídolo» de un determinado grupo existente. La constante referencia a la comunión universal, como también al Magisterio y a la Tradición milenaria de la Iglesia, salva a los creyentes de la absolutización del «particularismo» de un grupo, de un tiempo, de una cultura dentro de la Iglesia. La Catolicidad se juega también en la capacidad que tengamos los pastores de aprender a escuchamos, ayudar y ser ayudados, trabajar juntos y recibir las riquezas que las otras Iglesias puedan aportar en el seguimiento de Jesucristo. La Catolicidad en la Iglesia no puede reducirse solamente a una cuestión meramente doctrinal o jurídica, sino que nos recuerda que en esta peregrinación no estamos ni vamos solos: «¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él» (1 Cor 12, 26).
Esta conciencia colegial de hombres pecadores en permanente conversión, pero también desconcertados y afligidos con todo lo sucedido, nos permite entrar en comunión afectiva con nuestro pueblo y nos librará de buscar falsos, rápidos y vanos triunfalismos que pretendan asegurar espacios más que iniciar y despertar procesos. Nos protegerá de recurrir a seguridades anestesiantes que impidan acercamos y comprender el alcance y las ramificaciones de lo acontecido. Por otra parte, favorecerá la búsqueda de medios aptos no ligados a vanos apriorismos ni petrificados en expresiones inmóviles que han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres y mujeres de nuestro tiempo4.
La comunión afectiva con el sentir de nuestro pueblo, con su desconfianza, nos impulsa a ejercer una colegial paternidad espiritual que no banalice las respuestas ni tampoco quede presa de una actitud a la defensiva sino que busque aprender - como lo hizo el profeta Elías en medio de su desolación - a escuchar la voz del Señor que no se encuentra ni en las tempestades ni en los terremotos sino en la calma que nace de confesar el dolor en su situación presente y se deja convocar una vez más por Su palabra (1 Re 19, 9-18).
Esta actitud nos pide la decisión de abandonar como modus operandi el desprestigio y la deslegitimación, la victimización o el reproche en la manera de relacionarse y, por el contrario, dar espacio a la brisa suave que sólo el Evangelio nos puede brindar. No nos olvidamos que «la falta colegial de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que integra en un camino sincero y real de crecimiento»5. Todos los esfuerzos que hagamos para romper el círculo vicioso del reproche, la deslegitimación y el desprestigio, evitando la murmuración y la calumnia en pos de un camino de aceptación orante y vergonzoso de nuestros límites y pecados y estimulando el diálogo, la confrontación y el discernimiento, todo esto nos dispondrá a encontrar caminos evangélicos que susciten y promuevan la reconciliación y la credibilidad que nuestro pueblo y la misión nos reclama. Eso lo haremos si somos capaces de dejar de proyectar en los otros las propias confusiones e insatisfacciones, que constituyen obstáculos para la unidad (Cf. EG 96), y nos atrevamos a ponernos juntos de rodillas delante del Señor y dejarnos interpelar por sus llagas, en las que podremos ver las llagas del mundo. «Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes - nos diría Jesús - dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos los hacen sentir su autoridad. Entre Ustedes no debe suceder así».
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2. «el que quiera ser grande, que se haga servidor de Ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos».
El Pueblo fiel de Dios y la misión de la Iglesia han sufrido y sufren mucho a causa de los abusos de poder, conciencia, sexual y de su mala gestión como para que le sumemos el sufrimiento de encontrar un episcopado desunido, centrado en desprestigiarse más que en encontrar caminos de reconciliación. Esta realidad nos impulsa a poner la mirada en lo esencial y a despojamos de todo aquello que no ayuda a transparentar el Evangelio de Jesucristo.
Hoy se nos pide una nueva presencia en el mundo conforme a la Cruz de Cristo, que se cristalice en servicio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Recuerdo las palabras de san Pablo VI al inicio de su pontificado: «hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo esto y esforzamos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn. 13, 14-17)»6.
Esta actitud no reivindica para sí los primeros lugares ni el éxito o el aplauso de nuestros actos sino que pide, de nosotros pastores, la opción fundamental de querer ser semilla que germinará cuando y donde el Señor mejor lo disponga. Se trata de una opción que nos salva de caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos con los criterios de funcionalidad y eficiencia que rige el mundo de los negocios; más bien el camino es abrirnos a la eficacia y al poder transformador del Reino de Dios que al igual que un grano de mostaza - la más pequeña e insignificante de todas las semillas - logra convertirse en arbusto que sirve para cobijar (Cf. Mt 13, 32-33). No podemos permitirnos, en medio de la tormenta, perder la fe en la fuerza silenciosa, cotidiana y operante del Espíritu Santo en el corazón de los hombres y de la historia.
La credibilidad nace de la confianza, y la confianza nace del servicio sincero y cotidiano, humilde y gratuito hacia todos, pero especialmente hacia los preferidos del Señor (Mt 25, 31-46). Un servicio que no pretende ser marketinero o estratégico para recuperar el lugar perdido o el reconocimiento vano en el entramado social sino - como quise señalarlo en la última Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate - porque pertenece «a la sustancia misma del Evangelio de Jesús»7.
El llamado a la santidad nos defiende de caer en falsas oposiciones o reduccionismos y de callarnos ante un ambiente propenso al odio y a la marginación, a la desunión y a la violencia entre hermanos. La Iglesia «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) Lleva en su ser y en su seno la sagrada misión de ser tierra de encuentro y hospitalidad no sólo para sus miembros sino con todo el género humano. Pertenece a su identidad y misión trabajar incansablemente por todo aquello que contribuya a la unidad entre personas y pueblos como símbolo y sacramento de la entrega de Cristo en la Cruz por todos los hombres sin ningún tipo de distinción, «ya no hay judío o pagano, esclavo ni hombre libre, varón y mujer, porque todos Ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28). Este es su mayor servicio, más aún cuando vemos el resurgimiento de nuevos y viejos discursos fratricidas. Nuestras comunidades hoy deben testimoniar de modo concreto y creativo que Dios es Padre de todos y que ante su mirada la única clasificación posible es la de hijos y hermanos. La credibilidad se juega también en la medida en que ayudemos, junto a otros actores, a hilar un entramado social y cultural que no sólo se está resquebrajando sino también alberga y posibilita nuevos odios. Como Iglesia no podemos quedar presos de una u otra trinchera, sino velar y partir siempre desde el más desamparado. Desde allí el Señor nos invita a ser, como reza la Plegaria Eucarística Vd: «en medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y discordias, instrumentos de unidad, de concordia y de paz».