Lo que quisiera deciros es esto. Entre todas las formas de la fecundidad humana, el matrimonio es único. Es un amor que da origen a una vida nueva. Implica la responsabilidad mutua en la trasmisión del don divino de la vida y ofrece un ambiente estable en el que la vida nueva puede crecer y florecer. El matrimonio en la Iglesia, es decir el sacramento del matrimonio, participa de modo especial en el misterio del amor eterno de Dios. Cuando un hombre y una mujer cristianos se unen en el vínculo del matrimonio, la gracia del Señor los habilita a prometerse libremente el uno al otro un amor exclusivo y duradero. De ese modo su unión se convierte en signo sacramental de la nueva y eterna alianza entre el Señor y su esposa, la Iglesia. Jesús está siempre presente en medio de ellos. Los sostiene en el curso de la vida, en su recíproca entrega, en la fidelidad y en la unidad indisoluble (cf. Gaudium et spes, 48). Su amor es una roca y un refugio en los tiempos de prueba, pero sobre todo es una fuente de crecimiento constante en un amor puro y para siempre. Apostad por ello para toda la vida. Arriesgad, porque el matrimonio es un riesgo que vale la pena, para toda la vida. Porque el amor es así.
Sabemos que el amor es lo que Dios sueña para nosotros y para toda la familia humana. Por favor, no lo olvidéis nunca. Dios tiene un sueño para nosotros y nos pide que lo hagamos nuestro. No tengáis miedo de ese sueño. Soñad en grande. Custodiadlo como un tesoro y soñadlo juntos cada día de nuevo. Así, seréis capaces de sosteneros mutuamente con esperanza, con fuerza, y con el perdón en los momentos en los que el camino se hace arduo y resulta difícil recorrerlo. En la Biblia, Dios se compromete a permanecer fiel a su alianza, aun cuando lo entristecemos y nuestro amor se debilita. Él nos dice, escuchad bien: «Nunca te dejaré ni te abandonaré» (Hb 13,5). Como marido y mujer, ungiros mutuamente con estas palabras de promesa, cada día por el resto de vuestras vidas. Y no dejéis nunca de soñar. Siempre repetid en el corazón: 'no te dejaré, no te abandonaré'.
Stephen y Jordan están recién casados y han preguntado algo muy importante: cómo pueden los padres trasmitir la fe a los hijos. Sé que aquí en Irlanda la Iglesia ha preparado cuidadosamente programas de catequesis para educar en la fe dentro de las escuelas y de las parroquias. Pero el primer y más importante lugar para trasmitir la fe es el hogar, se aprende a creer en cada. A través del sereno y cotidiano ejemplo de los padres que aman al Señor y confían en su palabra. Ahí, en la casa, que podemos llamar «iglesia doméstica», los hijos aprenden el significado de la fidelidad, de la honestidad y del sacrificio. Ven cómo mamá y papá se comportan entre ellos, cómo se cuidan el uno al otro y a los demás, cómo aman a Dios y a la Iglesia. Así los hijos pueden respirar el aire fresco del Evangelio y aprender a comprender, juzgar y actuar en modo coherente con la fe que han heredado. La fe, hermanos y hermanas, se trasmite alrededor de la mesa doméstica, en la conversación ordinaria, a través del lenguaje que solo el amor perseverante sabe hablar. No olvidáis nunca que la fe se transmite en dialecto, dialecto de la casa, dialecto de la vida del hogar, de la vida en familia. Pensad en los siete hermanos de los macabeos como la madre le hablaba en dialecto, es decir, en lo que desde pequeños habían aprendido de dios. Es difícil aprender la fe, se puede, pero es difícil si no ha sido recibida en esa lengua materna, en casa, en dialecto.
Estoy tentado de hablar de una experiencia mía, de niño. Si es útil la cuento. Recuerdo una vez, tendría cinco años, entré a casa, y allí en el comedor papá llegaba del trabajo y en ese momento delante de mí he visto a papá y a mamá besándose. No lo olvido nunca. Hermoso. Cansado del trabajo, pero tuvo la fuerza de expresar el amor a su mujer. Que vuestros hijos os vean así acariciándoos, besándoos, porque así aprenden el dialecto del amor, la fe en este dialecto del amor.