«No será así entre vosotros», respuesta del Señor que, en primer lugar, es una invitación y una apuesta a recuperar lo mejor que hay en los discípulos y así no dejarse derrotar y encerrar por lógicas mundanas que desvían la mirada de lo importante. «No será así entre vosotros» es la voz del Señor que salva a la comunidad de mirarse demasiado a sí misma en lugar de poner la mirada, los recursos, las expectativas y el corazón en lo importante: la misión.
Y así Jesús nos enseña que la conversión, la transformación del corazón y la reforma de la Iglesia siempre es y será en clave misionera, pues supone dejar de ver y velar por los propios intereses para mirar y velar por los intereses del Padre. La conversión de nuestros pecados, de nuestros egoísmos no es ni será nunca un fin en sí misma, sino que apunta principalmente a crecer en fidelidad y disponibilidad para abrazar la misión. Y esto de modo que, a la hora de la verdad, especialmente en los momentos difíciles de nuestros hermanos, estemos bien dispuestos y disponibles para acompañar y recibir a todos y a cada uno, y no nos vayamos convirtiendo en exquisitos expulsivos o por cuestiones de estrechez de miradas o, lo que sería peor, por estar discutiendo y pensando entre nosotros quién será el más importante. Cuando nos olvidamos de la misión, cuando perdemos de vista el rostro concreto de nuestros hermanos, nuestra vida se clausura en la búsqueda de los propios intereses y seguridades. Así comienza a crecer el resentimiento, la tristeza y la desazón. Poco a poco queda menos espacio para los demás, para la comunidad eclesial, para los pobres, para escuchar la voz del Señor. Así se pierde la alegría, y se termina secando el corazón (cf. Exhort. Ap. Evangelii Gaudium, 2).
«No será así entre vosotros -nos dice el Señor-, […] el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Es la bienaventuranza y el magníficat que cada día estamos invitados a entonar. Es la invitación que el Señor nos hace para no olvidarnos que la autoridad en la Iglesia crece en esa capacidad de dignificar, de ungir al otro, para sanar sus heridas y su esperanza tantas veces dañada. Es recordar que estamos aquí porque hemos sido enviados a «evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
Queridos hermanos Cardenales y neo-Cardenales: Mientras vamos de camino a Jerusalén, el Señor se nos adelanta para recordarnos una y otra vez que la única autoridad creíble es la que nace de ponerse a los pies de los otros para servir a Cristo. Es la que surge de no olvidarse que Jesús, antes de inclinar su cabeza en la cruz, no tuvo miedo ni reparo de inclinarse ante sus discípulos y lavarles los pies. Esa es la mayor condecoración que podemos obtener, la mayor promoción que se nos puede otorgar: servir a Cristo en el pueblo fiel de Dios, en el hambriento, en el olvidado, en el encarcelado, en el enfermo, en el tóxico-dependiente, en el abandonado, en personas concretas con sus historias y esperanzas, con sus ilusiones y desilusiones, sus dolores y heridas. Solo así, la autoridad del pastor tendrá sabor a Evangelio, y no será como «un metal que resuena o un címbalo que aturde» (1 Co 13,1). Ninguno de nosotros debe sentirse "superior" a nadie. Ningunos de nosotros debe mirar a los demás por sobre el hombro, desde arriba. Únicamente nos es lícito mirar a una persona desde arriba hacia abajo, cuando la ayudamos a levantarse.
Quisiera recordar con vosotros parte del testamento espiritual de san Juan XXIII que adelantándose en el camino pudo decir: «Nacido pobre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto he tenido entre las manos -poca cosa por otra parte- durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Aparentes opulencias ocultaron con frecuencia espinas escondidas de dolorosa pobreza y me impidieron dar siempre con largueza lo que hubiera deseado. Doy gracias a Dios por esta gracia de la pobreza de la que hice voto en mi juventud, como sacerdote del Sagrado Corazón, pobreza de espíritu y pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos» (29 junio 1954).
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