Una experiencia que nos devuelve a la primera comunidad cristiana, que el evangelista Lucas describe en toda su originalidad y simplicidad: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. […]Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno» (Hch 2, 42. 44-45).
7. Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la comunidad cristiana para dar un signo de cercanía y de alivio a las variadas formas de pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo la colaboración con otras realidades, que no están motivadas por la fe sino por la solidaridad humana, hace posible brindar una ayuda que solos no podríamos realizar.
Reconocer que, en el inmenso mundo de la pobreza, nuestra intervención es también limitada, débil e insuficiente hace que tendamos la mano a los demás, de modo que la colaboración mutua pueda alcanzar el objetivo de manera más eficaz. Nos mueve la fe y el imperativo de la caridad, pero sabemos reconocer otras formas de ayuda y solidaridad que, en parte, se fijan los mismos objetivos; siempre y cuando no descuidemos lo que nos es propio, a saber, llevar a todos hacia Dios y a la santidad. El diálogo entre las diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra colaboración, sin ningún tipo de protagonismo, es una respuesta adecuada y plenamente evangélica que podemos realizar.
Frente a los pobres, no es cuestión de jugar a ver quién tiene el primado de la intervención, sino que podemos reconocer humildemente que es el Espíritu quien suscita gestos que son un signo de la respuesta y cercanía de Dios. Cuando encontramos el modo para acercarnos a los pobres, sabemos que el primado le corresponde a Él, que ha abierto nuestros ojos y nuestro corazón a la conversión.
No es protagonismo lo que necesitan los pobres, sino ese amor que sabe esconderse y olvidar el bien realizado. Los verdaderos protagonistas son el Señor y los pobres. Quien se pone al servicio es instrumento en las manos de Dios para hacer reconocer su presencia y su salvación.
Lo recuerda San Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto, que competían ente ellos por los carismas, en busca de los más prestigiosos: «El ojo no puede decir a la mano: "No te necesito", ni la cabeza, a los pies: "No tengo necesidad de ustedes"» (1Cor 12, 21). El Apóstol hace una consideración importante al observar que los miembros que parecen más débiles son los más necesarios (cf. v. 22); y que «los que consideramos menos decorosos son los que tratamos más decorosamente.
Así nuestros miembros menos dignos son tratados con mayor respeto, ya que los otros no necesitan ser tratados de esa manera» (vv. 23-24). Mientras ofrece una enseñanza fundamental sobre los carismas, Pablo también educa a la comunidad en la actitud evangélica respecto a los miembros más débiles y necesitados. Lejos de los discípulos de Cristo sentimientos de desprecio o de pietismo hacia ellos; más bien están llamados a honrarlos, a darles precedencia, convencidos de que son una presencia real de Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
8. Aquí se comprende cuánta distancia existe entre nuestro modo de vivir y el del mundo, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen poder y riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un desecho y una vergüenza. Las palabras del Apóstol son una invitación a darle plenitud evangélica a la solidaridad con los miembros más débiles y menos capaces del cuerpo de Cristo: «¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él. ¿Un miembro es enaltecido? Todos los demás participan de su alegría» (1Cor 12, 26).
Del mismo modo, en la Carta a los Romanos nos exhorta: «Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran. Vivan en armonía unos con otros, no quieran sobresalir, pónganse a la altura de los más humildes» (12, 15-16). Esta es la vocación del discípulo de Cristo; el ideal al cual aspirar con constancia es asimilar cada vez más en nosotros los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
9. Una palabra de esperanza se convierte en el epílogo natural al que conduce la fe. Con frecuencia son precisamente los pobres los que ponen en crisis nuestra indiferencia, hija de una visión de la vida en exceso inmanente y atada al presente. El grito del pobre es también un grito de esperanza con el que manifiesta la certeza de ser liberado. La esperanza fundada sobre el amor de Dios que no abandona a quien en Él confía (cf. Rom 8, 31-39).
Santa Teresa de Ávila en su Camino de perfección escribía: «La pobreza es un bien que encierra todos los bienes del mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los bienes del mundo a quien no le importan nada» (2, 5). Es en la medida que seamos capaces de discernir el verdadero bien que nos volveremos ricos ante Dios y sabios ante nosotros mismos y ante los demás. Así es: en la medida que se logra dar el sentido justo y verdadero a la riqueza, se crece en humanidad y se vuelve capaz de compartir.
10. Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los pobres (cf. Hch 6, 1-7), junto con las personas consagradas y con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangelización. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia.
Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo recíprocamente las manos, uno hacia otro, se realice el encuentro salvífico que sostiene la fe, hace activa la caridad y permite que la esperanza prosiga segura en el camino hacia el Señor que viene.
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