Con alegría recibí la noticia de la publicación del documento "Dar lo mejor de uno mismo", sobre la perspectiva cristiana del deporte y la persona humana, que el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida ha preparado con el objetivo de resaltar el papel de la Iglesia en el mundo del deporte y de cómo el deporte puede ser un instrumento de encuentro, de formación, de misión y santificación.
El deporte es un lugar de encuentro donde personas de todo nivel y condición social se unen para lograr un objetivo común. En una cultura dominada por el individualismo y el descarte de las generaciones más jóvenes y de los más mayores, el deporte es un ámbito privilegiado en torno al cual las personas se encuentran sin distinción de raza, sexo, religión o ideología y donde podemos experimentar la alegría de competir por alcanzar una meta juntos, formando parte de un equipo en el que el éxito o la derrota se comparte y se supera; esto nos ayuda a desechar la idea de conquistar un objetivo centrándonos solo en uno mismo. La necesidad del otro abarca no solo a los compañeros de equipo sino también al entrenador, los aficionados, la familia, en definitiva, todas aquellas personas que con su entrega y dedicación hacen posible llegar a "dar lo mejor de uno mismo". Todo esto hace del deporte un catalizador de experiencias de comunidad, de familia humana. Cuando un padre juega con su hijo, cuando los chicos juegan juntos en el parque o en la escuela, cuando el deportista celebra la victoria con los aficionados, en todos esos ambientes se puede ver el valor del deporte como lugar de unión y encuentro entre las personas. ¡Los grandes objetivos, en el deporte como en la vida, los logramos juntos, en equipo!
El deporte es también un vehículo de formación. Quizás hoy más que nunca debemos fijar la mirada en los jóvenes, puesto que, cuanto antes se inicie el proceso de formación, más fácil resultará el desarrollo integral de la persona a través del deporte. ¡Sabemos cómo las nuevas generaciones miran y se inspiran en los deportistas! Por eso, es necesaria la participación de todos los deportistas, de cualquier edad y nivel, para que los que forman parte del mundo del deporte sean un ejemplo en virtudes como la generosidad, la humildad, el sacrificio, la constancia y la alegría. Del mismo modo, deberían dar su aportación en lo que se refiere al espíritu de equipo, el respeto, la competitividad y la solidaridad con los demás. Es esencial que todos seamos conscientes de la importancia que tiene el ejemplo en la práctica deportiva, ya que es buen arado en tierra fértil que facilitará la cosecha siempre que se cuide y se trabaje adecuadamente.
Por último, quisiera resaltar el papel del deporte como medio de misión y santificación. La Iglesia está llamada a ser un signo de Jesús en medio del mundo, también a través del deporte en los "oratorios", en las parroquias y en las escuelas, en las asociaciones, etc. Siempre es ocasión de llevar el mensaje de Cristo, "a tiempo y a destiempo" (2 Tim 4,2). Es importante llevar, comunicar esta alegría que transmite el deporte, que no es otra que descubrir las potencialidades de la persona, que nos llaman a desvelar la belleza de la creación y del propio ser humano puesto que está hecho a imagen y semejanza de Dios. El deporte puede abrir el camino a Cristo en aquellos lugares o ambientes donde por diferentes motivos no es posible anunciarlo de manera directa. Y las personas con su testimonio de alegría, con la práctica deportiva en comunidad, pueden ser mensajeras de la Buena Noticia.
Dar lo mejor de uno mismo en el deporte, es también una llamada a aspirar a la santidad. Durante el reciente encuentro con los jóvenes en preparación al Sínodo de los Obispos manifesté la convicción de que todos los jóvenes allí presentes físicamente o a través de las redes sociales, tenían el deseo y la esperanza de dar lo mejor de uno mismo. He utilizado la misma expresión en la reciente exhortación apostólica, recordando que el Señor tiene una forma única y específica de llamada a la santidad para todos nosotros: "Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él" (Gaudete et Exsultate, 11).
Es necesario profundizar en la estrecha relación que existe entre el deporte y la vida, para que puedan iluminarse recíprocamente, para que el afán de superación en una disciplina atlética sirva también de inspiración para mejorar siempre como persona en todos los aspectos de la vida. Tal búsqueda, con la ayuda de la gracia de Dios, nos encamina a aquella plenitud de vida que nosotros llamamos santidad. El deporte es una riquísima fuente de valores y virtudes que nos ayudan a mejorar como personas. Como el atleta durante el entrenamiento, la práctica deportiva nos ayuda a dar lo mejor de nosotros mismos, a descubrir sin miedo nuestros propios límites, y a luchar por mejorar cada día. De esta forma, "en la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo" (ibidem, 33). Para el deportista cristiano, la santidad será entonces vivir el deporte como un medio de encuentro, de formación de la personalidad, de testimonio y de anuncio de la alegría de ser cristiano con los que le rodean.