Como ya sabéis, hemos elegido a María, la joven de Nazaret, a quien Dios escogió como Madre de su Hijo, para que nos acompañe en este viaje con su ejemplo y su intercesión. Ella camina con nosotros hacia el Sínodo y la JMJ de Panamá. Si el año pasado nos sirvieron de guía las palabras de su canto de alabanza: «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1,49), enseñándonos a hacer memoria del pasado, este año tratamos de escuchar con ella la voz de Dios que infunde valor y da la gracia necesaria para responder a su llamada: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30). Son las palabras pronunciadas por el mensajero de Dios, el arcángel Gabriel, a María, una sencilla jovencita de un pequeño pueblo de Galilea.
1. No temas
Es comprensible que la repentina aparición del ángel y su misterioso saludo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28) hayan causado una fuerte turbación en María, sorprendida por esta primera revelación de su identidad y de su vocación, desconocida para ella entonces. María, como otros personajes de las Sagradas Escrituras, tiembla ante el misterio de la llamada de Dios, que en un instante la sitúa ante la inmensidad de su propio designio y le hace sentir toda su pequeñez, como una humilde criatura. El ángel, leyendo en lo más profundo de su corazón, le dice: «¡No temas!». Dios también lee en nuestro corazón. Él conoce bien los desafíos que tenemos que afrontar en la vida, especialmente cuando nos encontramos ante las decisiones fundamentales de las que depende lo que seremos y lo que haremos en este mundo. Es la «emoción» que sentimos frente a las decisiones sobre nuestro futuro, nuestro estado de vida, nuestra vocación. En esos momentos nos sentimos turbados y embargados por tantos miedos.
Y vosotros jóvenes, ¿qué miedos tenéis? ¿Qué es lo que más os preocupa en el fondo? En muchos de vosotros existe un miedo de «fondo» que es el de no ser amados, queridos, de no ser aceptados por lo que sois. Hoy en día, muchos jóvenes se sienten obligados a mostrarse distintos de lo que son en realidad, para intentar adecuarse a estándares a menudo artificiales e inalcanzables. Hacen continuos «retoques fotográficos» de su imagen, escondiéndose detrás de máscaras y falsas identidades, hasta casi convertirse ellos mismos en un «fake». Muchos están obsesionados con recibir el mayor número posible de «me gusta». Y este sentido de inadecuación produce muchos temores e incertidumbres. Otros tienen miedo a no ser capaces de encontrar una seguridad afectiva y quedarse solos. Frente a la precariedad del trabajo, muchos tienen miedo a no poder alcanzar una situación profesional satisfactoria, a no ver cumplidos sus sueños. Se trata de temores que están presentes hoy en muchos jóvenes, tanto creyentes como no creyentes. E incluso aquellos que han abrazado el don de la fe y buscan seriamente su vocación tampoco están exentos de temores. Algunos piensan: quizás Dios me pide o me pedirá demasiado; quizás, yendo por el camino que me ha señalado, no seré realmente feliz, o no estaré a la altura de lo que me pide. Otros se preguntan: si sigo el camino que Dios me indica, ¿quién me garantiza que podré llegar hasta el final? ¿Me desanimaré? ¿Perderé el entusiasmo? ¿Seré capaz de perseverar toda mi vida?
En los momentos en que las dudas y los miedos inundan nuestros corazones, resulta imprescindible el discernimiento. Nos permite poner orden en la confusión de nuestros pensamientos y sentimientos, para actuar de una manera justa y prudente. En este proceso, lo primero que hay que hacer para superar los miedos es identificarlos con claridad, para no perder tiempo y energías con fantasmas que no tienen rostro ni consistencia. Por esto, os invito a mirar dentro de vosotros y «dar un nombre» a vuestros miedos. Preguntaos: hoy, en mi situación concreta, ¿qué es lo que me angustia, qué es lo que más temo? ¿Qué es lo que me bloquea y me impide avanzar? ¿Por qué no tengo el valor para tomar las decisiones importantes que debo tomar? No tengáis miedo de mirar con sinceridad vuestros miedos, reconocerlos con realismo y afrontarlos. La Biblia no niega el sentimiento humano del miedo ni sus muchas causas. Abraham tuvo miedo (cf. Gn 12,10s.), Jacob tuvo miedo (cf. Gn 31,31; 32,8), y también Moisés (cf. Ex 2,14; 17,4), Pedro (cf. Mt 26,69ss.) y los Apóstoles (cf. Mc 4,38-40, Mt 26,56). Jesús mismo, aunque en un nivel incomparable, experimentó el temor y la angustia (Mt 26,37, Lc 22,44).
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4,40). Este reproche de Jesús a sus discípulos nos permite comprender cómo el obstáculo para la fe no es con frecuencia la incredulidad sino el miedo. Así, el esfuerzo de discernimiento, una vez identificados los miedos, nos debe ayudar a superarlos abriéndonos a la vida y afrontando con serenidad los desafíos que nos presenta. Para los cristianos, en concreto, el miedo nunca debe tener la última palabra, sino que nos da la ocasión para realizar un acto de fe en Dios… y también en la vida. Esto significa creer en la bondad fundamental de la existencia que Dios nos ha dado, confiar en que él nos lleva a un buen final a través también de las circunstancias y vicisitudes que a menudo son misteriosas para nosotros. Si por el contrario alimentamos el temor, tenderemos a encerrarnos en nosotros mismos, a levantar una barricada para defendernos de todo y de todos, quedando paralizados. ¡Debemos reaccionar! ¡Nunca cerrarnos! En las Sagradas Escrituras encontramos 365 veces la expresión «no temas», con todas sus variaciones. Como si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del temor.