22 de diciembre de 2024 Donar
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TEXTO y VIDEO: Discurso del Papa Francisco a los obispos del Perú

El Papa Francisco con los obispos del Perú. Captura Youtube

El Papa Francisco dirigió un discurso a los obispos del Perú en el que usó para la reflexión el modelo de Santo Toribio de Mogrovejo, santo peruano y Patrono del Episcopado Latinoamericano.

A continuación el texto completo del discurso del Pontífice:

Queridos hermanos en el episcopado: Gracias por las palabras que me han dirigido el Señor Cardenal Arzobispo de Lima, y el Señor Presidente de la Conferencia Episcopal en nombre de todos los presentes. Deseaba estar aquí con ustedes. Mantengo un buen recuerdo de su visita ad limina del año pasado. Creo que ahí hemos hablado muchas cosas....

Los días transcurridos entre ustedes han sido muy intensos y gratificantes. Pude escuchar y vivir las distintas realidades que conforman estas tierras en representación, y compartir de cerca la fe del santo Pueblo fiel de Dios, que nos hace tanto bien.

Gracias por la oportunidad de poder «tocar» la fe del Pueblo, ese pueblo que Dios les ha confiado. Es que aquí no se puede no tocar, si no tocas al pueblo, la fe del pueblo les toca a vos, las calles repletas, es una gracia..

El lema de este viaje nos habla de unidad y de esperanza. Es un programa arduo, pero a la vez provocador, que nos evoca las proezas de Santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de esta Sede y patrono del episcopado latinoamericano, un ejemplo de «constructor de unidad eclesial», como lo definió mi predecesor San Juan Pablo II en su primer Viaje Apostólico a esta tierra.[1]

Es significativo que este santo Obispo sea representado en sus retratos como un «nuevo Moisés». Como saben, en el Vaticano se custodia un cuadro en el que aparece Santo Toribio atravesando un río caudaloso, cuyas aguas se abren a su paso como si se tratase del mar Rojo, para que pudiera llegar a la otra orilla donde lo espera un numeroso grupo de nativos.

Detrás de Santo Toribio hay una gran multitud de personas, que es el pueblo fiel que sigue a su pastor en la tarea de la evangelización.[2]

Esta hermosa imagen me «da pie» para centrar en ella mi reflexión con ustedes. Santo Toribio, el hombre que quiso llegar a la otra orilla. Lo vemos desde el momento en que asume el mandato de venir a estas tierras con la misión de ser padre y pastor. Dejó terreno seguro para adentrarse en un universo totalmente nuevo, desconocido y desafiante. Fue hacia una tierra prometida guiado por la fe como «garantía de los bienes que se esperan» (Hb 11,1). Su fe y su confianza en el Señor lo impulsó, y lo va a impulsar a lo largo de toda su vida a llegar a la otra orilla, donde Él lo esperaba en medio de una multitud.

1. Quiso llegar a la otra orilla en busca de los lejanos y dispersos. Y para eso tuvo que dejar la comodidad del obispado y recorrer el territorio confiado, en continuas visitas pastorales, tratando de llegar y estar allí donde se lo necesitaba, y ¡cuánto se lo necesitaba!

Iba al encuentro de todos por caminos que, al decir de su secretario, eran más para las cabras que para las personas. Tenía que enfrentar los más diversos climas y geografías, «de 22 años de episcopado, 18 los pasó fuera de Lima, fuera de su ciudad recorriendo por tres veces su territorio».[3] Que iba desde Panamá, hasta el inicio de la capitanía de Chile, que no sé dónde empezaba, en este momento, quizás a la altura de Iquique. Como cualquiera de la diócesis de ustedes.

18 años recorriendo tres veces su territorio. Sabía que esta era la única forma de pastorear: estar cerca proporcionando los auxilios divinos, exhortación que también realizaba continuamente a sus presbíteros. Pero no lo hacía de palabra sino con su testimonio, estando él mismo en la primera línea de la evangelización.

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Hoy le llamaríamos un Obispo «callejero». Un obispo con suelas gastadas por andar, por recorrer, por salir al encuentro para «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie».[4] ¡Cómo sabía esto Santo Toribio! Sin miedo y sin asco se adentró en nuestro continente para anunciar la buena nueva.

2. Quiso llegar a la otra orilla no solo geográfica sino cultural. Fue así como promovió por muchos medios una evangelización en lengua nativa. Con el tercer Concilio Limense, procuró que los catecismos fueran realizados y traducidos en quechua y aymara. Impulsó al clero a que estudiara y conociera el idioma de los suyos para poder administrarles los sacramentos de forma comprensible. Utilizó la reforma litúrgica de Pío XII cuando empezó con este retomar la reforma de la Iglesia.

Visitando y viviendo con su Pueblo se dio cuenta de que no alcanzaba llegar tan solo físicamente, sino que era necesario aprender a hablar el lenguaje de los otros, solo así, llegaría el Evangelio a ser entendido y penetrar en el corazón. ¡Cuánto urge esta visión para nosotros, pastores del siglo XXI!, que nos toca aprender un lenguaje totalmente nuevo como es el digital, por citar un ejemplo. Conocer el lenguaje actual de nuestros jóvenes, de nuestras familias, de los niños.

Como bien supo verlo Santo Toribio, no alcanza solamente llegar a un lugar y ocupar un territorio, es necesario poder despertar procesos en la vida de las personas para que la fe arraigue y sea significativa. Y para eso tenemos que hablar su lengua. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de nuestras ciudades y de nuestros pueblos.[5]

La evangelización de la cultura nos pide entrar en el corazón de la cultura misma para que esta sea iluminada desde adentro por el Evangelio.

Estoy seguro que me conmovió anteayer en Puerto Maldonado, cuando entre todos los nativos que había ahí de tantas etnias, me conoció cuando tres me trajeron una estola, pintados, con sus vestimentas: eran diáconos permanentes, anímense, anímense, así lo hacía Santo toribio, y ahí no había diáconos permanentes. En su lengua y en su cultura, allí se metió.

3. Quiso llegar a la otra orilla de la caridad. Para nuestro patrono la evangelización no podía darse lejos de la caridad. Porque sabía que la forma más sublime de la evangelización era plasmar en la propia vida la entrega de Jesucristo por amor a cada uno de los hombres.

Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (cf. 1 Jn 3,10). En sus visitas pudo constatar los abusos y los excesos que sufrían las poblaciones originarias, y así no le tembló el pulso, en 1585, cuando excomulgó al corregidor de Cajatambo, enfrentándose a todo un sistema de corrupción y tejido de intereses que «arrastraba la enemistad de muchos», incluyendo al Virrey.[6]

Así nos muestra al pastor que sabe que el bien espiritual no puede nunca separarse del justo bien material y tanto más cuando se pone en riesgo la integridad y la dignidad de las personas. Profecía episcopal que no tiene miedo a denunciar los abusos y excesos que se cometen frente a su pueblo.

Y de este modo logra recordar dentro de la sociedad y de sus comunidades que la caridad siempre va acompañada de la justicia y no hay auténtica evangelización que no anuncie y denuncie toda falta contra la vida de nuestros hermanos, especialmente contra la vida de los más vulnerables. Es una alerta. Cualquier tipo de coqueteo mundano, que nos ata las manos por algunas migajas, la libertad del Evangelio.

4. Quiso llegar a la otra orilla en la formación de sus sacerdotes. Fundó el primer seminario postconciliar en esta zona del mundo, impulsando de esta manera la formación del clero nativo. Entendió que no bastaba llegar a todos lados y hablar la misma lengua, era necesario que la Iglesia pudiera engendrar a sus propios pastores locales y así se convirtiera en madre fecunda.

Para ello defendió la ordenación de los mestizos -cuando estaba muy discutida la misma- buscando alentar y estimular a que el clero, si se tenía que diferenciar en algo, era por la santidad de sus pastores y no por la procedencia racial.[7] Y esta formación no se limitaba solamente al estudio en el seminario, sino que proseguía en las continuas visitas que les realizaba. Estaba cerca de sus curas. Allí podía ver de primera mano el «estado de sus curas», preocupándose por ellos. Cuenta la leyenda que en las vísperas de Navidad su hermana le regaló una camisa para que la estrenara en las fiestas.

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Ese día fue a visitar a un cura y al ver la situación en que vivía, se sacó su camisa y se la entregó.[8] Es el pastor que conoce a sus sacerdotes. Busca alcanzarlos, acompañarlos, estimularlos, amonestarlos -le recordó a sus curas que eran pastores y no comerciantes y por lo tanto, habrían de cuidar y defender a los indios como a hijos-. [9]

Pero no lo hace desde «el escritorio», y así puede conocer a sus ovejas y ellas reconocen en su voz, la voz del Buen Pastor.

5. Quiso llegar a la otra orilla, la de la unidad. Promovió de manera admirable y profética la formación e integración de espacios de comunión y participación entre los distintos integrantes del Pueblo de Dios. Así lo señaló San Juan Pablo II cuando, en estas tierras, hablándole a los obispos les decía: «El tercer Concilio Limense es el resultado de ese esfuerzo, presidido, alentado y dirigido por Santo Toribio, y que fructificó en un precioso tesoro de unidad en la fe, de normas pastorales y organizativas a la vez que en válidas inspiraciones para la deseada integración latinoamericana».[10]

Bien sabemos, que esta unidad y consenso fue precedida de grandes tensiones y conflictos. No podemos negar las tensiones, existen; las diferencias existen. Es imposible una vida sin conflictos, pero estos nos exigen, si somos hombres y cristianos, mirarlos de frente y asumirlos. Pero asumirlos en unidad, en diálogo honesto y sincero, mirándonos a la cara y cuidándonos de caer en tentación, o de ignorar lo que pasó o quedar prisioneros y sin horizontes que ayuden a encontrar caminos que sean de unidad y de vida.

Resulta inspirador, en nuestro camino de Conferencia Episcopal, recordar que la unidad siempre prevalecerá sobre el conflicto.[11] Queridos hermanos obispos, trabajen para la unidad, no se queden presos de divisiones que parcializan y reducen la vocación a la que hemos sido llamados: ser sacramento de comunión. No se olviden que lo que atraía de la Iglesia primitiva era ver cómo se amaban. Esa era, es y será la mejor evangelización.

Y a Santo Toribio le llegó el momento de cruzar hacia la orilla definitiva, hacia esa tierra que lo esperaba y que iba degustando en su continuo dejar la orilla. Este nuevo partir, no lo hacía solo. Al igual que el cuadro que les comentaba al inicio, iba al encuentro de los santos seguido de una gran muchedumbre a sus espaldas. Es el pastor que ha sabido cargar «su valija» con rostros y nombres. Ellos eran su pasaporte al cielo.

Y fue tan así que no quisiera dejar de lado el acorde final, el momento en que el pastor entregaba su alma a Dios. Lo hizo en un caserío, junto a su pueblo y un aborigen le tocaba la chirimía para que el alma de su pastor se sintiera en paz. Ojalá, hermanos, que cuando tengamos que emprender el último viaje podamos vivir estas cosas. Pidamos al Señor que nos lo conceda.[12] Recemos uno por los otros y recen por mí. Gracias.

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[1] Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.

[2] Cf. Milagro de santo Toribio, Pinacoteca vaticana.

[3] Jorge Mario Bergoglio, Homilía en la celebración Eucarística, Aparecida (16 mayo 2007).

[4] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23.

[5] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74.

[6] Cf. Ernesto Rojas Ingunza, El Perú de los Santos, en: Kathy Perales Ysla (coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, Lima (2016), 57.

[7] Cf. José Antonio Benito Rodríguez, Santo Toribio de Mogrovejo, en: Kathy Perales Ysla (coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, 178.

[8] Cf. ibíd., 180.

[9] Cf. Juan Villegas, Fiel y evangelizador. Santo Toribio de Mogrovejo, patrono de los obispos de América Latina, Montevideo (1984), 22.

[10] Juan Pablo II, Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.

[11] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226-230.

[12] Cf. Jorge Mario Bergoglio, Homilía en la celebración Eucarística, Aparecida (16 mayo 2007).

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