Esta tierra tiene nombres, tiene rostros: los tiene a ustedes. Esta región está llamada con ese bellísimo nombre: Madre de Dios. No puedo dejar de hacer mención de María, joven muchacha que vivía en una aldea lejana, perdida, considerada también por tantos como «tierra de nadie».
Y allí recibió el saludo y la invitación más grande que una persona pueda experimentar: ser la Madre de Dios; hay alegrías que solo las pueden escuchar los pequeños.[1] Ustedes tienen en María, no solo un testimonio a quien mirar, sino una Madre y donde hay madre no está ese mal terrible de sentir que no le pertenecemos a nadie, ese sentimiento que nace cuando comienza a desaparecer la certeza de que pertenecemos a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios.
Queridos hermanos, lo primero que me gustaría transmitirles -y lo quiero hacer con fuerza- es que: ¡esta no es una tierra huérfana, es la tierra de la Madre! Y, si hay madre, hay hijos, hay familia, y hay comunidad. Y donde hay madre, familia y comunidad, no podrán desaparecer los problemas, pero seguro que se encuentra la fuerza para enfrentarlos de una manera diferente.
Es doloroso constatar cómo hay algunos que quieren apagar esta certeza y volver a Madre de Dios una tierra anónima, sin hijos, una tierra infecunda. Un lugar fácil de comercializar y explotar. Por eso nos hace bien repetir en nuestras casas, comunidades, en lo hondo del corazón de cada uno: ¡Esta no es tierra huérfana! ¡Tiene Madre! Esta buena noticia se va transmitiendo de generación en generación gracias al esfuerzo de tantos que comparten este regalo de sabernos hijos de Dios y nos ayuda a reconocer al otro como hermano.
En varias ocasiones me he referido a la cultura del descarte. Una cultura que no se conforma solamente con excluir, como estábamos acostumbrados a ver, sino que avanzó silenciando, ignorando y desechando todo lo que no sirve a sus intereses; pareciera que el consumismo alienante de algunos no logra dimensionar el sufrimiento asfixiante de otros.
Es una cultura anónima, sin lazos, y sin rostros. La cultura del descarte. Es una cultura sin madre que lo único que quiere es consumir. Y la tierra es tratada dentro de esta lógica. Los bosques, ríos y quebradas son usados, utilizados hasta el último recurso y luego dejados baldíos e inservibles.