Pero no debemos dejarnos dominar por el miedo, que es siempre un mal consejero. Y mucho menos dejar que nos paralice el sentimiento de impotencia que nos oprime frente a la dificultad de la tarea. Estamos llamados en cambio a movilizarnos juntos, sabiendo que nos necesitamos mutuamente para buscar y encontrar el camino y las actitudes adecuadas que ayuden a dar respuestas eficaces. Debemos confiar en que «es posible volver a ampliar la mirada, y la libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (Enc. Laudato si', 112).
Para que esta movilización sea eficaz, os invito a contrastar con decisión algunos posibles errores de perspectiva. Me limito a señalar tres.
El primero es el de subestimar el daño que los fenómenos antes mencionados hacen a los menores. La dificultad para resolverlos puede hacernos caer en la tentación de decir: «En el fondo, la situación no es tan grave ...». Pero los avances en la neurobiología, la psicología, la psiquiatría, nos llevan a destacar el profundo impacto que las imágenes violentas y sexuales tienen en las dúctiles mentes de los niños, a reconocer los trastornos psicológicos que se manifiestan en el crecimiento, las situaciones y comportamientos adictivos, de auténtica esclavitud resultantes del abuso en el consumo de imágenes provocativas o violentas. Son trastornos que repercutirán fuertemente durante toda la vida de los niños actuales.
Y aquí permítaseme hacer una observación. Con razón se insiste en la gravedad de estos problemas para los menores, pero como consecuencia se puede subestimar o tratar de hacer olvidar que también se dan problemas en los adultos y que, aunque para los ordenamientos jurídicos se necesita un límite que distinga entre el menor y el mayor de edad, eso no es suficiente para afrontar los desafíos, porque la difusión de una pornografía cada vez más extrema y otros usos impropios de la red no sólo causan trastornos, adicciones y daños graves incluso entre los adultos, sino que afecta también a la representación simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos. Y sería un grave engaño pensar que una sociedad en la que el consumo anómalo de sexo en la red se extiende entre los adultos será capaz de proteger eficazmente a los menores.
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El segundo error es el de pensar que las soluciones técnicas automáticas, los filtros construidos en base a algoritmos cada vez más sofisticados para identificar y bloquear la difusión de imágenes abusivas y dañinas, son suficientes para hacer frente a los problemas. Ciertamente estas son medidas necesarias. Sin duda, las empresas que proporcionan a millones de personas redes sociales y dispositivos informáticos cada vez más potentes, capilares y veloces han de invertir en ello una parte proporcionalmente grande de sus numerosos ingresos. Pero también es necesario que, dentro de la dinámica misma del desarrollo técnico, sus actores y protagonistas perciban con mayor urgencia, en toda su amplitud y en sus diversas implicaciones, la fuerza de la exigencia ética.
Y es aquí donde nos encontramos con el tercer posible error de perspectiva, que consiste en una visión ideológica y mítica de la red como un reino de libertad sin límites. Precisamente entre vosotros hay también representantes de quienes tienen que elaborar las leyes y de aquellos que han de hacerla cumplir para garantizar y proteger el bien común y el de las personas. La red ha abierto un espacio nuevo y de gran alcance para la libre expresión y el intercambio de ideas e información. Y es ciertamente un bien, pero, como vemos, también ha ofrecido nuevos instrumentos para actividades ilícitas horribles y, en el ámbito que nos ocupa, para el abuso y el daño a la dignidad de los menores, para la corrupción de sus mentes y la violencia a sus cuerpos. Aquí no se trata de ejercicio de la libertad, sino de crímenes, contra los cuales debemos proceder con inteligencia y determinación, ampliando la cooperación entre los gobiernos y las fuerzas del orden a nivel global, en la misma medida en que la red se ha hecho global.
De todo esto habéis hablado entre vosotros, y en la «Declaración» que poco antes me habéis presentado habéis indicado algunas de las direcciones en las que hay que promover la cooperación concreta entre todos los que están llamados a comprometerse para afrontar el gran reto de la defensa de la dignidad de los menores en el mundo digital. Apoyo con gran determinación y firmeza el compromiso que habéis asumido.
Se trata de despertar la conciencia sobre la gravedad de los problemas, de hacer leyes apropiadas, de controlar el desarrollo de la tecnología, de identificar a las víctimas y perseguir a los culpables de crímenes, de ayudar en su rehabilitación a los menores afectados, de colaborar con los educadores y las familias para que cumplan con su misión, de educar con creatividad a los jóvenes para que usen adecuadamente Internet –y sea saludable para ellos y para los demás menores–, de desarrollar la sensibilidad y la formación moral, de continuar con la investigación científica en todos los campos relacionados con este desafío.
Con razón expresáis el deseo de que también los líderes religiosos y las comunidades de creyentes participen en este esfuerzo común, aportando toda su experiencia, su autoridad y su capacidad educativa y de formación moral y espiritual. En efecto, sólo la luz y la fuerza que vienen de Dios nos pueden ayudar a afrontar los nuevos desafíos. Por cuanto respecta a la Iglesia Católica, quiero asegurar su disponibilidad y compromiso. Como todos sabemos, la Iglesia Católica en los últimos años se ha hecho cada vez más consciente de no haber hecho lo suficiente en su interior para la protección de los menores: han salido a la luz hechos gravísimos de los que hemos tenido que reconocer nuestra responsabilidad ante Dios, ante las víctimas y ante la opinión pública. Precisamente por eso, por las dramáticas experiencias vividas y los conocimientos adquiridos en el compromiso de conversión y purificación, la Iglesia siente hoy un deber especialmente grave de comprometerse, de manera cada vez más profunda y con visión de futuro, en la protección de los menores y de su dignidad, tanto dentro de ella como en toda la sociedad y en todo el mundo; y esto no lo realiza ella sola –porque sería evidentemente insuficiente– sino ofreciendo su colaboración activa y cordial a todas las fuerzas y miembros de la sociedad que desean comprometerse en la misma dirección. En este sentido, se adhiere al objetivo de «poner fin al maltrato, la explotación, la trata y todas las formas de violencia y tortura contra los niños», establecido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible 2030 (Objetivo 16.2).
En muchas ocasiones y en tantos países diferentes, mi mirada se ha cruzado con la de los niños, pobres y ricos, sanos y enfermos, los que están alegres y los que sufren. Sentirse mirado por los ojos de los niños es una experiencia que todos conocemos y que nos toca en lo más hondo del corazón, y que también nos obliga a un examen de conciencia. ¿Qué hacemos para que estos niños nos puedan mirar sonriendo y conserven una mirada limpia, llena de confianza y de esperanza? ¿Qué hacemos para que no se les robe esta luz, para que esos ojos no sean perturbados y corrompidos por lo que encontrarán en la red, que será parte integral e importantísima de su ambiente de vida?