Mientras aún éramos pecadores. Un amor incondicional. Estábamos lejos, como el hijo pródigo de la parábola: "cuando todavía estaba lejos, su padre lo vió, tuvo compasión…." (Lc 15,20). Por amor hacia nosotros, Dios ha realizado un éxodo de Si Mismo, para venir a nuestro encuentro, en esta tierra, dónde no era previsible encontrarle. Dios nos ha amado, aun cuando estábamos equivocados.
¿Quién de nosotros ama de esta manera, si no quien es madre o padre? Una madre sigue amando a su hijo aunque éste hijo esté en la cárcel. Yo recuerdo tantas madres, haciendo la fila para entrar en la cárcel, en la primera diócesis dónde estuve: tantas madres. Y no se avergonzaban. El hijo estaba en la cárcel, pero era su hijo. Y sufrían tantas humillaciones en la antesala, antes de entrar, pero "es hijo mío". "¡Pero señora, su hijo es un delincuente! – "Es hijo mío".
Sólo este amor de madre y de padre, nos hace comprender cómo es el amor de Dios. Una madre, no pide que no se aplique la justicia de los hombres, porque todo error necesita de una redención, pero una madre no deja nunca de sufrir por el propio hijo. Lo ama a pesar de saber que es pecador. Dios hace lo mismo con nosotros: somos sus amados hijos. ¿Pero puede ser que Dios tenga algún hijo al que no ame? No. Todos somos hijos amados de Dios. No hay ninguna maldición sobre nuestra vida, solamente la Palabra de Dios, que ha sacado nuestra existencia de la nada.
La verdad de todo está en esa relación de amor que liga al Padre con el Hijo mediante el Espíritu Santo, relación en la cual, nosotros somos acogidos mediante la Gracia. En El, en Cristo Jesús, hemos sido queridos, amados, deseados. Es El quien ha impreso en nosotros una belleza primordial, que ningún pecado, ninguna elección equivocada podrá nunca borrar del todo. Nosotros, ante los ojos de Dios, somos siempre pequeños manantiales hechos para dejar brotar agua buena. Lo dijo Jesús a la samaritana: " El agua que yo te daré, se hará en ti una corriente de agua, de la que fluye la vida eterna". (Jn. 4,14)